Fue hace un cuarto de siglo cuando un jovencito de rasgos andróginos y mirada profunda, enamorado de su cuñada, traicionó a su hermano como quien quisiera jugar a repetir la tragedia de Caín y Abel. A ese jovencito, ese personaje —Octavio, cuyo deseo fracasó y lo llevó a entretejer su destino con el de una modelo y un exguerrillero— le dio vida un actor de 21 años, Gael García Bernal, que saltó a la fama internacional tras su debut y hoy no necesita presentación.
Con el paso del tiempo es fácil notar que Amores perros, además de articular el cruce narrativo entre múltiples personajes, fue el punto de partida, la coincidencia de relevantes figuras en el cine y la literatura mexicanos. Gael, carismático y culto, es una cara popular, pero el primer nombre esencial, no hace falta decirlo, es el de Alejandro González Iñárritu, quien, quizá, nunca sospechó que se convertiría en uno de los grandes directores de las primeras décadas del siglo XXI. Otro nombre es el del fotógrafo Rodrigo Prieto, que después saltó a trabajar con Oliver Stone, Martin Scorsese y Taylor Swift.
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Entonces, en el alba del nuevo milenio, se dijo profusamente que la película no encajaba en las estructuras narrativas lineales; se habló, más allá del tríptico de personajes, de una trama innovadora que se creía copiada de Pulp Fiction. Para Guillermo Arriaga, que entonces no era el escritor reconocido, nada podía ser más falso. Trazar el origen del tríptico narrativo —cuyo punto de inflexión es una escena álgida y febril, el choque del inicio— requiere la lectura de viejas entrevistas, hoy inencontrables, perdidas en lo más remoto de internet, en las que cita a sus autores favoritos: Martín Luis Guzmán, Juan Rulfo, Pío Baroja, William Faulkner y William Shakespeare.
Todas estas historias que anduvieron en el tiempo desde aquellos años —los nombres de Alejandro González Iñárritu, Guillermo Arriaga, Rodrigo Prieto y Gael García Bernal— son sólo una pequeña parte del puñado de cómplices que hizo posible Amores perros y que González Iñárritu menciona en el libro homónimo, publicado en Londres por la editorial MACK para conmemorar los 25 años de la cinta, entre decenas de fotogramas, imágenes del rodaje y detrás de cámaras, recortes de prensa, documentos, pósters, notas, muestras del story board y textos de Denis Villeneuve, Jorge Volpi, Wendy Guerra, Fernando Llanos, Elvis Mitchell, Walter Salles y el propio González Iñárritu.
Una memoria que al ser vista reconstruye, por dentro y por fuera, esta historia como quien sigue con la mirada cada palabra de un cuento mientras lee: las peleas de perros, en primer término; la pasión entre Gael García-Octavio y Vanessa Bauche-Susana, y el enfrentamiento paralelo de Octavio/casi Caín y Marco Pérez-Ramiro/Abel, que después muere baleado en un intento de asalto; la persecución a través de las calles de la Condesa y la subsecuente escena de los rostros de Octavio y Goya Toledo-Valeria bañados en sangre; un momento casual en el que González Iñárritu le da instrucciones a Emilio Echevarría- El Chivo, cuya caracterización se muestra en otras fotografías, y Rodrigo Murray-Gustavo Garfias, en verdad más cercano a Caín que Octavio (podría apostar que, en algún momento, Guillermo Arriaga hizo esta comparación en otra entrevista perdida).
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Una memoria y un recorrido visual, rodeados de anécdotas, confirman que la magia del proyecto no sólo radicó en esa impronta urbana, sorpresiva en su momento, sino en la capacidad de crear una estética propia, tal como lo consiguieron Jean-Luc Godard en Sin aliento y Wong Kar-wai en Chungking Express. Dos directores que González Iñárritu cita en “La caja azul”, texto que abre el libro y repasa su particular historia de Amores perros.
En uno de los documentos del libro se muestran 17 oraciones promocionales: “Amor es traición. Amor es dolor. Amor es esperanza...”, “Nadie es dueño de sus instintos”, “Una película sobre el valor de vernos a nosotros mismos”, “Amores perros, de cualquier forma vas a vivirla...” 17 slogans que hacen pensar que en algún punto del camino, la tragedia griega y la publicidad se encontraron —hay que recordar que González Iñárritu antes de ser un multipremiado cineasta fue locutor de radio y director de publicidad—. Otra vez, andado el tiempo, cabe preguntarse qué era ese cúmulo de elementos que confluyeron en un drama sobre el deseo, la degradación, la pérdida. Otra de esas viejas entrevistas, imposibles de rastrear, describe Amores perros como un encadenamiento de pérdidas y duelos que cifran la existencia. La frase “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”, puesta en boca de Vanessa Bauche-Susana, refleja esta voluntad de anatemas y arcanos con los que la vida cobrará a cada uno sus traiciones, la consecuencia de cada paso dado.

Coda
Yo era un niño, entonces, y asistía a un colegio privado, elitista, donde se rezaba el Padre nuestro al principio y al final de cada clase. Aún puedo recordar la voz de la maestra, alterada porque un compañero le pidió su opinión sobre Amores perros. El México que refleja es horrible, dijo, un México violento, que no existe. Muchos años después, alguien me señaló que la voz de la maestra era la misma de aquellas buenas conciencias, escandalizadas, medio siglo atrás, por haber visto Los olvidados. Hoy me pregunto desde dónde se mira la realidad en ese umbral de la naturaleza humana que parece seguir intacto frente a un presente cambiante, vertiginoso.
A continuación, el cineasta habla sobre la construcción de este clásico del cine mexicano.

Usted menciona en el libro Amores Perros que sólo ciertas figuras, como Ripstein o Cazals, tenían acceso a la industria del cine (a la producción con apoyos gubernamentales), ¿cuáles son los mayores cambios que observa en la industria del cine mexicano 25 años después?
Hoy se producen más de cien películas al año. A pesar de recortes, el Estado sigue apoyando una parte y muchas otras se financian con inversión privada nacional y/o extranjera. En ese sentido, el saldo es positivo. En cuanto al rigor y la calidad, esa es otra conversación: en mi experiencia, de cada diez películas quizá una es buena, y de cada cien, una es grande. La cantidad, financiamiento y apoyo cambió; el promedio de bateo, permanece igual.
¿Cómo percibe que influyó la película Amores perros en este proceso?, ¿qué caminos marcó para el cine nacional?, ¿qué posibilidades catalizó?
Ese análisis quizá le corresponde más a quien pueda mirar las cosas desde afuera y con más elementos objetivos de los que yo tengo. Quizá Amores perros inspiró la idea de que una película mexicana podía dialogar con el público local y mundial, al mismo tiempo, sin nacionalismos ni traiciones a lo que somos.

Amores perros le abrió las puertas del mundo. Revisitada, hoy: ¿cómo percibe usted que ha envejecido? Es difícil porque siento que es como pedirle a alguien que juzgue a uno de sus hijos más queridos.
Me sorprendió descubrir que no había envejecido como temía. Sus temas son actuales, atemporales y poseen una tensión dramática sin descanso. Técnicamente me siento orgulloso del rigor, de su lenguaje y narrativa. Todos los que la hicimos posible pusimos toda la entraña y así sigue aun palpitando. Si fuera lo contrario, lo diría sin problema.
Menciona que una primera película es como el primer amor: inocente, honesto, verdadero y puro. ¿Qué de esa inocencia se pierde irremediablemente con el paso del tiempo?
Es inevitable. El primer bocado de chocolate es deslumbrante; el décimo empalaga. La novedad es potente pero impermanente. Las expectativas —propias y ajenas— transforman el proceso. Sigue siendo fascinante, pero ya no es esa experiencia virgen. Hay solo una sola vez de la vez primera.
En el libro Amores Perros, González Iñárritu menciona tres películas que le mostró su padre: Rashomon, Midnight Cowboy y La Dolce Vita. También habla de películas que le sirvieron de inspiración, como las de Wong Kar-wai; y puedo recordar, en las viejas entrevistas perdidas, que los referentes para Amores perros eran: el Scorsese más urbano, Los olvidados y El ladrón de bicicletas.
¿Qué detecta como los mayores referentes o películas con las que Amores perros puede dialogar?, ¿cuál fue la influencia más decisiva para la estructura fragmentada de la película?
Son interminables las cosas que podría nombrar. Las influencias de una obra son imposibles de medir o nombrar con exactitud. Una obra es la suma de todo lo que hemos leído, visto, escuchado y experimentado en nuestra vida. Es el sedimento de lo humano, el resultado inevitable de nuestra memoria cultural y personal. Todo ello permea una obra de maneras invisibles, misteriosas y a menudo incalculables. Una obra es la destilación de todo lo que somos en ese momento. Como dice T. S. Elliot: “El artista inmaduro, imita. El maduro, roba. El mal artista deforma lo que toma. El bueno lo hace algo mejor o diferente. El buen poeta funde su robo en un sentimiento único, totalmente distinto del que fue arrancado”.
¿Cómo dialoga Amores perros, con la evolución de sus propios valores estéticos? Vistas a la par, Amores perros y Birdman parecen tan distintas: la primera podría emparentarse con un tipo de tragedia clásica, mientras que Birdman está más cerca de la opresión moderna y doméstica de los cuentos de Carver.
Me obsesiona el lenguaje visual, la gramática cinematográfica. El abecedario está ahí para el uso de todos, así como las doce notas de la música. La prosa de un escritor surge de la manera que este usa esas letras y esculpe el lenguaje. El estilo de una película, de la misma manera, surge de cómo usas las herramientas. En mis películas, el lenguaje que utilizo no está subordinado a mi estilo. Yo no quiero tener un estilo o un branding visual, lo cual no me gusta. El lenguaje que exploro va en relación y está subordinado al material dramático: debe servirlo para exponenciarlo. No utilizarlo o estilizarlo. Por eso Amores perros y Birdman se sienten tan distintas.
Entre mis recuerdos de las viejas entrevistas, Iñárritu señaló que Amores perros era una película sobre la pérdida: de las funciones físicas, de la edad, de los bienes materiales, de las personas que amamos y, por último, de la vida.
En el ensayo del libro usted menciona que Amores perros es una película sobre la paternidad ausente, ¿cuál sería la lección sobre la condición humana que busca explorar en la película?
Amores perros, 21 Grams y Babel son películas sobre la pérdida y la paternidad. Todas mis siguientes películas vuelven ahí de nuevo. Todos somos hijos de alguien; si además somos padres, ese espejo crece exponencialmente. Nuestros hijos son solo nuestra proyección y por eso mismo, nuestros grandes maestros. Quizá por la relación con mi padre, ese tema es intrínseco a lo que me interesa.
Plantea que la Ciudad de México es “la Roma de América”, es decir, que es plural, compleja y vasta. ¿Cómo trabajó para que la ciudad se convirtiera en una especie de personaje?
No enseñándola, sino dejándola olerse y sentirse. México es un experimento antropológico: un mosaico complejo imposible de reducir. Como los muralistas, preferí un guacamole de ideas, sueños y obsesiones. Un personaje omnipresente e invisible, como lo fue para mí durante mis primeros 37 años.
¿En qué se ha convertido, para usted, la ciudad hoy?
En lo mismo que siempre ha sido: una horrorosa belleza digna de amarse.
En su momento, se habló de que la estructura de Amores perros recordaba a las estructuras narrativas de Faulkner. Usted cita a Godard: “Una historia debe tener un principio, un medio y un final. Pero no necesariamente en ese orden”. ¿Cuál es el pegamento, lo que cohesiona para que un guión enganche al espectador?
No hay receta. Pero un guión debe provocar y confrontar sin dar respuestas. Invitar al lector o la audiencia a descubrir su propio trayecto, con una tensión dramática —suave o violenta— flotando siempre.
Dice que le obsesiona el olor: ¿cómo traduce en términos visuales esta obsesión por el olfato?
El oído y el olfato son más inteligentes que la vista: operan por instinto y emoción. El sonido y el olor, invisibles, no mienten. Una película “huele” cuando hay coherencia profunda entre sus elementos: imagen, ritmo, espacio, textura y silencio.
En el texto reflexiona sobre lo importante que fue en su formación haber estudiado teatro. Uno de los grandes artistas del siglo XX, Ingmar Bergman, estudió teatro y eso se observa en sus películas; pareciera que hoy, las herramientas del teatro no son vistas por todos los cineastas: ¿qué elementos puede absorber del teatro el cine?
El teatro es la gran representación de lo humano. El cine amplía y navega elípticamente entre espacio y tiempo, pero los principios y las limitaciones teatrales —presencia física, inmediatez, posición de los actores, relación con el espacio y tiempo real, claridad de acciones— siguen siendo columna vertebral para encontrar la verdad de una situación.
Sobre la herida colectiva de la paternidad ausente de los mexicanos usted escribe: “Ese padre ausente regresa constante e ilusoriamente, a manera de político populista que promete la protección de los hijos más desamparados. La gente lo quiere y necesita creerle, y la historia es siempre la misma y circular. Su principio es la promesa. Su final, la desilusión”. ¿Se refiere a algún gobernante específico o mira algo de eso en el gobierno actual?
Me refiero a expectativas universales. Políticas y religiosas también. Creer que un hombre o un partido resolverá todo simplifica una realidad compleja. Un padre puede ayudar, pero cada quien debe hacerse cargo de sus problemas.