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Agosto de 1865 es una lluvia helada sobre Escocia, gotas que al fundirse en lagos y estanques y fuentes crean una melodía hecha de notas minúsculas. Las ventanas duplican un cielo plomizo que veintiún años después vigilará el andar gemelo de Henry Jekyll y Edward Hyde. Contra este fondo que se antoja de tela mojada se recorta el hostal al que una joven pareja ha llegado en su luna de miel desde Londres. A la luz de una lámpara de aceite, Jane Leslie Aston y Jules Alfred Satie hacen el amor, ella a horcajadas sobre él. Justo cuando los gemidos de ambos se dilatan como madera en la creciente humedad del cuarto, Jane tiene una visión: una caja musical cubierta de jeroglíficos se abre en la penumbra y derrama los acordes de un piano lánguido. La misma imagen volverá a visitarla el 17 de mayo de 1866 a las nueve de la mañana en el número 90 de la rue Haute en Honfleur, Calvados, un pueblo pesquero de la costa normanda, al nacer su primogénito: Erik Alfred Leslie Satie, que a los dieciocho años compondrá su primera pieza (“Allegro”) y a los veinte —luego de resolver la estructura de sus “Ogives”— saldrá a caminar una ventosa tarde por la playa y creerá ver a lo lejos, en la proa de un velero, a su madre muerta en 1872 sosteniendo algo similar a una caja. Conmovido, Satie abandonará la escena segundos antes de que el pincel puntillista de Georges Pierre Seurat empiece a paralizar la goleta que ya nunca zarpará de su óleo El faro de Honfleur (1886).
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Montmartre, 1888. Erik Satie toca un piano desvencijado, deteniéndose a intervalos regulares para hacer veloces anotaciones en una libreta que descansa encima del instrumento junto a un ejemplar de Salambó, a cuya izquierda titila un quinqué que traza un círculo macilento donde sólo hay cabida para la novela de Gustave Flaubert, el cuaderno y las manos del músico que parecen flotar como gaviotas sobre las teclas, arrancadas del resto de su cuerpo por el cuchillo de la luz. De golpe Satie deja de tocar, voltea bruscamente a un lado; cree haber distinguido, por el rabillo del ojo, cómo un gato se desprendía de las sombras que pueblan la habitación. Cuando el piano lo hechiza de nuevo, un fulgor en sus gafas de aro oval revela una mirada ávida, diríase felina. Esa misma noche se sueña enfundado en una levita oscura, avanzando por un paraje bucólico y topándose con un efebo desnudo que, enredado en las notas de una lira, danza y adopta posturas gimnásticas junto a una enorme caja en cuya cima un gato negro se lame las patas. Satie comprende que el muchacho participa en el festival anual de la Gimnopedia, una celebración apolínea en honor de los guerreros griegos caídos en combate, y que lo que baila recibe el nombre de anapale. Al mismo tiempo, atónito, descubre que el sonido de la lira proviene del interior de la caja y ha comenzado a transformarse en la primera de sus “Trois Gymnopédies”, las piezas que logró desanudar de entre los párrafos de Salambó y de las que Léopold Dauphin opinará: “Parecen haber sido compuestas por un salvaje con gusto.”
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Seis fotografías borrosas resumen la errancia de Erik Satie entre 1889 y 1897 por el Montmartre del opio y el ajenjo, el vino barato y las postales obscenas.
1. La fachada del Chat Noir, el cabaret fundado en 1881 por Rodolphe Salis, a quien se le oía decir de vez en vez: “Dios hizo el mundo, Napoleón instituyó la Legión de Honor y yo he creado Montmartre.” Destaca, por un extraño efecto luminoso, el emblema de la que fue una de las centrales de la bohemia parisina, diseñado por Adolphe Willette: “Un gato negro (el Arte) sometiendo a un ganso aterrorizado (la Burguesía) con una pata.”
2. Joseph-Aimé Péladan, promotor del decadentismo junto con Jules Barbey d’Aurevilly, Joris-Karl Huysmans y Auguste Villiers de l’Isle Adam, se mesa unas barbas asirias frente a un vaso de absenta. La fecha del retrato coincide con el nombramiento de Satie como capellán de su secta rosacruz.
3. Charles de Sivry, cuñado de Paul Verlaine, pianista y director de la pequeña orquesta del Chat Noir, diletante de las ciencias ocultas, mira a la cámara desde el fondo de unas ojeras que denotan su afición por el exceso vampírico.
4. Henri de Toulouse-Lautrec aguarda, en su mesa reservada del Moulin Rouge, una de sus epifanías eróticas con la pelirroja danseuse Jane Avril, apenas perfilada a sus espaldas.
5. Suzanne Valadon, modelo de Edgar Degas y Pierre-Auguste Renoir con quien Satie mantiene un tórrido romance entre enero y junio de 1893, sonríe en su calidad de muñeca a bordo de una barca de juguete en un estanque de los Jardines de Luxemburgo. Al reverso de la foto, en ahusada caligrafía satiana, se lee: “Querida y pequeña Biqui, imposible dejar de pensar en todo tu ser; estoy completamente lleno de ti; a donde voy no veo más que tus bellos ojos, tus cálidas manos, tus pies diminutos.”

6. Paulette Darty, la cantante conocida como la Reina del Vals Lento, baila y muestra una pierna envuelta en una media por cuyos barrocos dibujos podrían ascender las notas de “Je te veux”, el vals que Satie le dedica en 1897.
Se dice que estos retratos equivalen a los seis “Gnossiennes” que el músico compuso en esa época. En todos se advierte, en segundo o tercer plano —Suzanne la muñeca la lleva, mínima, en el minúsculo regazo—, la figura inconfundible de una caja.
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En 1903, respondiendo a la protesta de Claude Debussy en cuanto a que sus composiciones carecen de forma, Satie escribe “Tres piezas en forma de pera”. De haber sabido que dos años más tarde, poco antes de morir, su mellizo espiritual Marcel Schwob derribaría el carro de un vendedor de naranjas y se lanzaría a una persecución de rápidos soles dorados por un muelle, quizá habría optado por una réplica circular y no oblonga. Quizá, nostálgico, habría metido las naranjas de Schwob en una de sus cajas musicales.
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Julio de 1925 cuelga sobre París con la indolencia de los doce trajes grises y beige de terciopelo y pana que reciben, como otras tantas copias de Erik Satie, a Darius y Madeleine Milhaud, Roger Désormière, Jean Wiéner y Robert Caby al irrumpir, a escasos días de la muerte por cirrosis hepática del Caballero de Terciopelo en el hospital Saint-Joseph, en el departamento ubicado en el número 22 de la rue Cauchy en el suburbio de Arcueil-Cachan: hábitat polvoso que en veintisiete años (1898-1925) el compositor no permitió que se reflejara más que en sus gafas de aro oval.
“La comitiva —señalaría un biógrafo francés— encontró, amén de una decoración minimalista, un piano viejo y una caja de cartón custodiada por un gato negro cuya presencia ninguno de los cinco supo justificar. Al cabo de descubrir que la caja contenía docenas de dibujos, papeles garabateados con tinta china y varias partituras inéditas, decidieron bajar al café donde durante casi tres décadas su amigo había practicado extensas libaciones con coñac. Bien vista, esta primera y única estampa de la vivienda de Erik Satie se erige en símbolo inmejorable de su obra: no necesitaba rodearse de trebejos porque su música de mobiliario saturaba su espacio creativo. Bien visto, el conjunto de sus piezas hace pensar en una caja que guarda con celo una lluvia de minúsculos bibelots.”
Tres poemas
Mauricio Montiel Figueiras
Gimnopedia no. 1
(Lent et douloureux)
Podría caber
todo el rocío
en una nota larga,
lánguida como las tardes
que resbalan por el pecho
del domingo.
Habría cupo
para el verano y sus charcos,
para el agua que hierve de hastío
en los vasos de la sed,
para el estanque donde
la muerte se instala,
fétida,
feraz.
(Se implanta la muerte
e incuba sus huevos,
sus larvas golosas:
nimios reflejos
del próximo otoño.)
Y las fuentes,
cabrían en la nota
también las fuentes,
bebederos del tiempo
en que el aire
se enjuaga las alas:
ave que abreva
en una mudez de cristal.
Podría parpadear
bajo un solo acorde
cualquier ojo de agua.
Alojaría el acorde
una cascada herrumbrosa
y su bosque,
sus pinos mojados,
su humedad de mujer despeinada.
Conjuraría el acorde
el fluir de un arroyo
que arrastra y revuelve
guijarros,
minutos,
recuerdos.
Podría ser el acorde
inminencia de cabañuelas,
el delta de un río que hincha despacio
las venas de agosto.
Cabría el mar entero,
los océanos más hondos,
en la palma de un piano:
tersa mano bronceada
por un sol insomne.
Gimnopedia no. 2
(Lent et triste)
Cuentan los más sabios insomnes que en noches de luna llena crece un árbol, sauce tibio como piel, al fondo de la música. Cuentan también, con voz ebria del ajenjo destilado por el aire, que el árbol da frutos de luz, lámparas que se alimentan de un aceite fermentado entre doncellas. Que los frutos cargan en su centro un pentagrama, una nota cautelosa engendrada por el sueño que, descalzo, lejos huye. Que las notas son fragmentos de una lluvia ancestral, suave ciclón que no ha amainado desde el origen del insomnio. Que la lluvia de carmín se tiñe, espesa, que es sangre en las horas más amargas de la niebla, cuando un piano es quien se ahoga al sur de la vigilia.
Qué triste sauce aquel en que el insomne cifra su sabiduría. (Ciego, sedoso, es ahora como un ángel empeñando su blancura a las puertas de la sombra.) Qué intenso este quebranto del silencio, esta música fraguada en los frutos de la noche.
Qué extrañamente luminosa la sangre que derrama el piano de la lluvia.
Gimnopedia no. 3
(Lent et grave)
Debe haber una sirena triste,
sonámbula,
cantando al filo de la sangre
de todos los que duermen,
de todo aquel que sueña
con un piano oxidado
en pleno mar abierto.
Quizá sea sólo un coral,
un coro de espuma,
lenguaje que nada
entre las islas nocturnas;
acaso frases hiladas con sal,
medusas de palabras,
sílabas ahogando sílabas.
(Cuánta escama hay
al borde del silencio,
cuánta lenta ola
rumbo al precipicio.)
Pero quién dijo
que cantan las sirenas,
que la sangre del que duerme
es sangre y nunca agua,
esperanza de la sed,
ferviente espera del tifón;
quién habrá jurado
que en los muelles del insomnio
no se inicia la marea
que vaga entre los sueños,
de boca en boca,
de oreja a oreja.
Quién habrá mentido,
qué será lo que ahora canta
en este oleaje
para sordos.
De qué líquidos abismos
suben en cardumen los acordes
que instauran la vigilia
y la hacen navegar;
qué peces flotan ya bajo los ojos,
qué plácidas anémonas,
qué lluvia de moluscos
pule
el arrecife del oído.
Hay en la noche
—ese océano—
un piano que sangra
como herida abierta,
en pleno mar abierta.
Hay
en la noche
un piano
que sueña
con un canto de sirenas.
Los tres poemas forman parte de
Oscuras palabras para escuchar a Satie,
libro que obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino