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En julio de 1960, pocos días antes de cumplir veintisiete años, Oliver Sacks abandonó Inglaterra con la intención de establecerse durante un tiempo en Canadá o Estados Unidos, en parte para escapar del servicio militar obligatorio inglés y en parte para reinventarse en un lugar nuevo, sin la asfixiante cercanía de un extensísimo clan familiar. Había pasado cuatro años estudiando en Oxford, luego en la Facultad de Medicina y durante dos años trabajó como interno en Londres y Birmingham. Durante ese tiempo desarrolló su interés por la halterofilia y las motocicletas, y mantuvo encuentros sexuales clandestinos, ya que en la Inglaterra de la posguerra la homosexualidad se consideraba un delito penal, castigado con la cárcel o (como en el infame caso de Alan Turing) con la castración química. Había pasado un verano en un kibutz, había hecho senderismo y viajado mucho por Europa, y se había comprado la primera de sus muchas motocicletas. Su mente estaba llena de imágenes de los amplísimos paisajes del Oeste que había visto en las fotos de Ansel Adams, las películas de vaqueros y los cuadros de Albert Bierstadt.
Al recordar ese periodo en sus memorias de 2015, En movimiento, escribió: «Experimentaba una sensación de libertad singular y sin precedentes: ya no estaba en Londres, ya no estaba en Europa; ese era el nuevo mundo, y –dentro de unos límites– podía hacer lo que se me antojara».
Escribía regularmente cartas a casa, a sus padres y a su tía favorita, la tía Len, en las que relataba sus viajes con una mezcla de hipérbole, romanticismo descarnado, parodia y ojo avizor para los detalles.
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A Elsie Sacks, Samuel Sacks y Helena Landau
LOS PADRES Y LA TÍA DE OLIVER SACKS (1)
2 DE AGOSTO DE 1960
QUALICUM BEACH, ISLA DE VANCOUVER
Queridos mamá y papá, y, por supuesto, tía Len:
Ahora que tengo un momento de calma y una máquina de escribir, me siento a escribiros una carta larga que debería haber escrito antes [...].
Os escribí por última vez, creo, desde Toronto, aunque os he enviado un par de postales desde entonces. [...]
Desde Toronto tomé un avión a Calgary, sobrevolando las praderas de noche. Aterrizamos en Winnipeg y en Regina, donde respiré el aire de las praderas; no hubo tiempo para nada más. En Toronto, el aire es húmedo y huele a frenesí, sudor y gasolina. En las praderas es seco, cálido y aromático, y huele a canela y trigo sarraceno tostado, como si se hubiera abierto la puerta de un horno gigantesco. ¡Sin embargo, estas no son impresiones en las que basar decisiones importantes! El sol salió lentamente después de abandonar Regina, porque íbamos a 650 km/h hacia el oeste; si hubiéramos ido el doble de rápido, se habría vuelto a escenificar el milagro de Josué, y el sol se habría quedado quieto en el cielo. Al amanecer divisé por primera vez el océano ilimitado a nuestros pies, trigo maduro a lo largo de más de mil kilómetros en todas direcciones, un espectáculo único en el Medio Oeste. Nos desviamos para evitar una tormenta en la pradera, que estaba completamente aislada y circunscrita en un cielo sin nubes, como una especie de medusa aérea, gris y lívida, que lanzara sus largas serpentinas sobre un pequeño asentamiento en la tierra. A las seis de la mañana aterrizamos en Calgary [... que] acababa de ver terminar su «estampida» anual, y las calles estaban llenas de vaqueros holgazanes en vaqueros y chaqueta de ante, que se pasaban el largo día sentados con el sombrero aplastado sobre la cara. Pero Calgary también tiene 300.000 habitantes. Es una ciudad en auge. El petróleo ha atraído a un gran número de buscadores, inversores e ingenieros. La vida del viejo Oeste se ha visto desbordada por refinerías, fábricas, oficinas y rascacielos. Si quieres invertir unos dólares en algo seguro, invierte en Albertan Oil, que va camino de transformar los mercados mundiales del petróleo. También hay enormes yacimientos minerales de uranio, oro y plata, y metales comunes, y se pueden ver saquitos de polvo de oro que pasan de mano en mano en las tabernas, y hombres hechos de oro macizo detrás de sus rostros bronceados y sus monos mugrientos. Debo hacer aquí un comentario sobre la bebida. Ya conocéis las tabernas de las películas del Oeste, las puertas bajas batientes, los tipos duros que fuman y se pelean, juegan, apuestan y disparan. No es cierto, al menos en público. Canadá tiene las leyes de concesión de licencias más estrictas del mundo, y las leyes sociales más prohibitivas. No se puede estar de pie en un bar, no se puede cambiar de mesa, no se puede hablar con un desconocido. No se puede cantar, jugar a las cartas o a los dardos. No existe la tranquilidad ni la cordialidad del pub inglés. Aquí la bebida no es gregaria. Es dura y solitaria, y en Canadá encontramos el mayor índice de embriaguez y alcoholismo del mundo. He olvidado si he mencionado otros aspectos de la prohibición social en un país nuevo: en Quebec, por ejemplo, una mujer no puede votar, no puede divorciarse de su marido, no puede tener una cuenta bancaria propia y puede ser detenida por llevar mangas o faldas cortas en público (y con frecuencia lo es). La «madre patria» (así lo llama todo el mundo, con nostalgia y burla a la vez) es muy suave en comparación.
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No solo hay alcohólicos, sino chiflados, psicóticos, inadaptados, maníacos religiosos en cantidades incalculables. Pero esta es otra historia.
Tomé el CPR (2) a Banff, deambulando entusiasmado por la «cúpula escénica» del tren. Pasamos de las llanas praderas a las estribaciones cubiertas de abetos de las Rocosas, ascendiendo suavemente todo el tiempo. Y poco a poco el aire se hizo más frío, y la escala del país más vertical. Las lomas se convirtieron en colinas, y las colinas en montañas, más altas y escarpadas a cada kilómetro que recorríamos. Avanzábamos con un débil resoplido por el fondo de un valle, y las montañas nevadas se elevaban tremendas a nuestro alrededor. El aire era tan claro que se podían ver los picos a cientos de kilómetros de distancia, y las montañas a nuestro lado parecían encabritarse sobre nuestras cabezas. Banff se encuentra a 1.700 metros de altitud, en una hondonada, con picos de 3.000 a 3.600 metros rodeándola en todas direcciones. Es una meca turística, repleta de estadounidenses gordos con sus coches gordos y sus bolsillos gordos. Me quedé allí un día y una noche, sin dormir, pero escribiendo y escribiendo durante más de catorce horas seguidas, mientras la vida nocturna, chabacana y cara, despertaba y florecía y quedaba en silencio a eso de las dos de la mañana, y el silencio de la montaña se apoderaba de la pequeña ciudad, de modo que sentía que ahora era mía, un Banff tranquilo bajo la montaña y las estrellas que nadie podía arrebatarme. A las cuatro oí un auténtico cuco, en cuarta aumentada, y luego el estrépito de las aves acuáticas en el río, y a las cinco al viejo indio que limpiaba las calles, con su cabeza blanca y rapada, su carretilla rodando por la calle, recogiendo los desechos de la civilización, las botellas de cerveza y las colillas de puros, y los sombreros graciosos, como los restos de una fiesta. A las seis ya se vendían los primeros periódicos, y los excursionistas con las piernas desnudas se congregaban en torno a sus mapas, y las ancianas se habían levantado para ver el amanecer en las montañas. A las siete, los coches grandes pasaban por la carretera, de este a oeste, de oeste a este, en viajes desmesurados, imposibles, para un viajero en Europa. Y a las ocho, las hamburgueserías y las heladerías estaban abiertas, las tiendas de ultramarinos y las carnicerías tenían las persianas bajadas, y los americanos gordos con sus camisas hawaianas se paraban en cada esquina, sacando fotos. Fue una noche fascinante, que parecía seguir la evolución de Banff de un pequeño asentamiento a un bullicioso centro turístico.
En mi segundo día, fui al Sunshine Lodge, atraído por su nombre. Era una lujosa cabaña de cedro, a 2.200 metros, en la que colgaban trofeos de caza y donde ardía un fuego de leña de dimensiones nunca vistas en Inglaterra. Me desperté a la mañana siguiente y abrí de golpe las cortinas para ver el sol. Había una tormenta de nieve cegadora y no se veía nada. Pero despejó a las ocho, y después de un desayuno prodigioso (melón, zumo de frutas, cereales enriquecidos Kellogg’s, trucha, tortitas con sirope de arce, jamón con tres huevos, tostadas y mermelada, café cubano y dos puros, ¡seis mil calorías y cerca de mi cielo visceral!), el sol estaba alto en el cielo sin nubes, y la temperatura por encima de los 32ºC. (3) [...]
Un párrafo sobre la naturaleza especial para la tía Len: el Lodge está situado en una enorme pradera alpina, que estaba en su apogeo a principios de julio. Las flores dominantes son las del té suizo (que habían perdido los pétalos cuando llegué, como enormes cabezas de diente de león, encendidas y flotando al recibir el sol de la mañana). La castilleja, en todos los tonos, desde el crema tenue al intenso bermellón fluorescente. Copas de oro, Trollius, valerianas, saxífragas, hierba piojera y asteráceas apestosas (¡dos de las más bellas, a pesar de sus nombres!). Frambuesas y fresas árticas, que rara vez florecen; las fresas de tres hojas atrapan y retienen en su centro una centelleante gota de rocío. Arnicas en forma de corazón, orquídeas calipso, columbinas y quinquefolios. Lirios glaciales y campanillas alpinas. Las rocas están repletas de suculentas flores de piedra. Los arbustos principales son el sauce y el enebro, el arándano y las cerezas del bisonte. Diversos abetos y píceas hasta donde empieza el bosque, y por encima solo alerces, con sus primeros tallos blancos y follaje velloso.
Las aves son antinaturalmente mansas, o más bien naturalmente mansas (ya que se trata de un parque nacional, y no se permiten actos agresivos). Me acerqué a una tarmigán, que acababa de mudar su plumaje blanco de invierno, acompañada de cinco polluelos. [...]
En lo alto, a través de unos binoculares, vi una cabra montesa blanca, encaramada a un pináculo o roca increíblemente pequeña, con las cuatro patas apretadas. He visto osos negros y pardos en abundancia, aunque ningún oso gris. Uapitíes y alces pacen en los pastos más bajos, sobre todo si se cruzan con arroyos. [...] He visto árboles fatalmente devastados por puercoespines, y he comido carne de puercoespín en una barbacoa, aunque todavía no he visto ninguno vivo.
Toda la vegetación y la vida animal desaparecen a medida que se asciende hacia las cumbres, a excepción del clavel rastrero y otros musgos y líquenes. [...] Es posible correr montaña abajo, y esta es una de las experiencias más emocionantes del mundo. Y corrí montaña abajo, volando parecía, saltando de peñasco en peñasco, gritando, llorando y riendo a la vez, milagrosamente exento de miedo, lesiones o fatiga. Una de esas experiencias que hacen que el golf, las punciones lumbares y toda la parafernalia de la vida normal e intrascendente de uno parezcan muy aburridas en comparación.
Debo presentar aquí a la familia americana que me cuidó. Eran dos hombres parecidos a Mr. Magoo, tan iguales como gemelos, que se llamaban el uno al otro hermano, aunque más tarde supe que no eran hermanos, sino solo amigos. Uno era catedrático de Derecho en Filadelfia y el otro presidente del Colegio de Abogados de Nueva Jersey, pero me alegro de haber descubierto lo encantadores compañeros que eran antes de saber lo eminentes abogados que eran. Me tomaron bajo su protección y dimos muchas vueltas juntos. A caballo por primera vez desde Braefield,(4) los acompañé por caminos de mulas hasta el lago Egipto y el monte Assiniboine.
Montar a caballo es una gran experiencia; lamento habérmela perdido durante tanto tiempo. [...] Sin embargo, poco a poco le fui cogiendo el tranquillo.
Montar a caballo es una gran experiencia; lamento habérmela perdido durante tanto tiempo. [...] Sin embargo, poco a poco le fui cogiendo el tranquillo. Ascendimos a una vasta meseta montañosa, tan alta que muchos de los cúmulos quedaban debajo de nosotros. «El hombre no ha hecho ningún cambio aquí», gritó el profesor, «solo ha ampliado los caminos de cabras». Fue una sensación extraña, que quizá experimentaba por primera vez, saber que nuestro grupo era probablemente la única presencia humana en cientos de kilómetros cuadrados. En lo alto de la meseta, por encima de los árboles y los insectos, parecíamos estar pisando la mismísima cima del mundo. Y luego fuimos descendiendo poco a poco, con nuestros caballos pisando delicadamente la maleza, hasta la cadena glaciar de los lagos con sus extraños nombres. El lago Egipto, el lago Esfinge, etc., y por encima de ellos las imponentes montañas del Faraón, con sus viejas caras marcadas por gigantescos jeroglíficos. Haciendo caso omiso de las cautelosas advertencias de los demás, me zambullí en las cristalinas aguas del lago Egipto (tú, papá, tampoco habrías podido resistirte), y de su frío, transparencia y calma se destiló el placer más intenso. Flotar de espaldas en un lago alpino, mirando los picos a tu alrededor, la mayoría de los cuales aún no tienen nombre y puede que sigan sin tenerlo, porque ¿para qué poner nombre a picos donde nadie podría vivir?
Notas
1. Sacks escribe en El tío Tungsteno y En movimiento sobre su profundo apego a una de las hermanas de su madre, su tía Helena, conocida como «Len» o «Lennie». En movimiento, también cita algunos fragmentos de esta larga carta.
2. Canadian Pacific Railroad.
3. Sacks era a veces propenso a la exageración, y esta lista de alimentos para el desayuno podría parecer un buen ejemplo de ello, pero se excedía, especialmente en los desayunos bufé, incluso ya cumplidos los setenta.
4. Un internado en las Midlands inglesas al que Sacks y su hermano Michael fueron evacuados durante la Segunda Guerra Mundial.
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