Caracas, Caracas. Ha conocido etapas de gloria, épocas doradas, días alcioneos. Muchos años antes, una muchedumbre heterogénea y errabunda se hizo ciudad en virtud de la concordia. La población, confiada, marchaba al ritmo de la dicha franca que crea la buena fe.

De la devastación actual hablan las calles desoladas, desastrados testigos, las casas vacías, los rincones enlutados ¿Cómo se configuró el desastre? ¿Por qué de esa magnitud el infortunio? Zozobra, naufragio, turbación: los sustantivos que en estos días evocan su nombre.

Antes del hundimiento la recorrimos tantas veces. No pocas, nos extraviamos en sus atardeceres o nos fundimos con la penumbra de algunos callejones. La exploramos con los sentidos abiertos y el espíritu colmado de desprendimiento. Aquí y allá.

No era laborioso enamorarse de ella. Orgullo de todos: el pasaporte, la nacionalidad y la bandera, la arepa y la música llanera. Hasta el derrumbe. No alcanza el ánimo para capotear tan supremo desconsuelo.

Ya sólo se le puede contemplar en el recuerdo. El entusiasmo y el anhelo que movía e impulsaba a sus habitantes fueron violentados. Destrozaron la esperanza y el milagro que llegaban de la mano.

El sentido común se evaporó. La barbarie confrontó a hermano contra hermano. Caín y Abel quedaron expuestos a su arbitrio. Se derrumbó el abolengo de los cantares de aedos profanos. La ambición se apropió de las recompensas que correspondían a la virtud.

El infortunio asoló por igual acomodados rumbos, repartos medianos e inocentes barriadas. Los citadinos Palos grandes, Las mercedes, La candelaria, Los chorros y Altamira, lo mismo que a los periféricos Petare, Magallanes y el Hatillo.

El Monte Ávila, el centinela abrupto y verde que resguarda la ciudad devotamente, se mantiene allí asombrado. No imparcial a ideologías o veleidades. En sus faldas reverbera el abolengo raído de mejores tiempos. Toma aliento recostándose en el mar que vela al lado, en el Caribe azul que, igual, remueve sus corrientes sin encontrar consuelo.

No bastaron las plegarias de las suplicantes, de las abuelas devotas, de sus mujeres apolíneas, de los clamores multiplicados de los jóvenes. Tampoco la batalla de otros muchos. La quietud soleada de los suburbios, de sus avenidas doradas por el ámbar de la tarde, se diluyó paso a pasito. La historia de una ciudad avenida, más que menos campante, fue derruida por el ataque binario. Tanto pueden revolver el rencor y el resentimiento.

¿Es posible faltar a la naturaleza interior sin que se repliegue en sí misma? Un viejo maestro, sabio entre los hombres, la amó sin condiciones y repetía en lontananza: Caracas no es la misma: era, fue, casi el paraíso.

Hordas paganas arrasaron su alegría tranquila. Las divinidades vengadoras se ensañaron. Por sus calles y avenidas cabalgaron los jinetes del apocalipsis. Si ayer acaudalada y generosa, hoy despierta en la orfandad, pauperizada. Hoy cuenta con aflicción las acechanzas.

Antes de la devastación, inquietaba a Eugenio Montejo, su egregio cantor, una sensación

Más lejana que Tebas, Troya, Nínive

y los fragmentos de sus sueños,

Caracas, ¿dónde estuvo?

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