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En El brutalista (The Brutalist, EU-RU-Hungría, 2024), esplendente film 3 del actor arizono (otrora fetiche de Von Trier o Bonello) y TVserialista de 36 años Brady Corbet (La niñez de un líder 15 y Vox Lux: el precio de la fama 19), con guion suyo y la noruega Mona Fastvold, el notable aunque traumatizado y discreto arquitecto treintón judío-húngaro egresado de la Bauhaus y del Holocausto sobreviviente László Tóth (Adrien Brody menos lamentoso que en El pianista) debe abandonar su país en 1947 con una larga nariz rota que lo engancha a la heroína calmante y, mientras su adorada esposita asimismo judía Erszébet (Felicity Jones) es sometida a tortura como purga política, logra llegar a Pennsylvania para sobrevivir a merced de su simulador primo mueblero Attila (Alessandro Nivola) que lo corre humillantemente de su trastienda cuando el ambicioso arquitecto sea también expulsado de la remodelación luminosa de la biblioteca del arrogante magnate Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), la cual andando el tiempo será considerada por expertos una bella obra avanzadísima, y va a ser el multimillonario dulcificado en persona quien deba acudir en busca del constructor, ya reducido a palear carbón y a refugiarse en un albergue menesteroso, para encargarle la edificación en una colina de un gigantesco centro comunitario multiusos, cuyos prolongados y dificultosos trabajos y sus no pocos conflictos intestinos ponen a prueba la tenacidad y la entereza sacrificial del arquitecto, luego de permitirle traer por fin de Hungría a su esposa, aunque ésta llegue aquejada de osteoporosis y fragilísima e intocable refundida en una silla de ruedas empujada por su sobrina de habla impedida Zsófia (Raffey Cassidy), hasta que, tras haber soportado el ser feroz y gratuitamente violado por su propio patrón durante una borrachera en la italiana Carrara, el idealista László habrá de padecer finalmente la suspensión de su increíble proyecto a base de concreto y, lleno de resentimientos y desconsuelo, decide seguir el camino hacia el recién fundado Israel que ya han emprendido sus queridas Erszébet y Zsófia en pos de “su verdadero hogar”, y allí continuar su doliente carrera como cultivador de un más que innovador arte visionario.

El arte visionario debe extender a 215 minutos con intermedio a la antigüita la odisea creadora-existencialista de su egregio cultivador artístico centroeuropeo y su brutal peregrinar en cuatro etapas y tonos muy distintos en su exasperación: “Obertura”, “Parte 1: El enigma de la llegada”, “Parte 2: El intenso núcleo de la belleza” y “Epílogo: La Primera Bienal de Arquitectura”; equiparando formativa y paradójicamente al nuevo héroe de Corbet con el futuro ególatra devastador sartreano de La niñez de un líder y con la estallada superestrella pop Natalie Portman en Vox Lux: el precio de la fama, para navegar en primeras y últimas instancias por un perpetuo descenso a los infiernos y un áspero calvario ascensional libremente elegido.

El arte visionario se sostiene por sus procelosos aunque atenazantes medios pero, tal como lo supondría Paul Valéry, vale por sus extremos, algunos de los cuales serían, a saber: la tortura totalitaria a la egresada de campo de concentración Erszébet sedente al interior de un mutable plano frontal aislado del mundo salvo por una cruel voz en off, las trastornadas imágenes experimentales del emigrante László herido en la nariz sin llegar a percibir nada, la imagen de la Estatua de la Libertad en desequilibrado plano holandés (primero cual acre bienvenida a lo Chaplin de El emigrante,1913, después como rencor vivo al país racista antinmigrantes), la inclemente desazón de los trayectos baldíos en eternos travellings hacia adelante por la carretera devorada o los rieles herbosos o los túneles atrapantes, los impetuosos abalanzamientos hacia la cámara desde la profundidad del campo por el millonario ojete o el arquitecto acosado, el entrañable two-shot en el lecho con la recién recobrada esposa vuelta osteoquebradiza pero aun así deseante y dadora de placer manual, la malvada violación de macho a macho en un abierto plano sostenido a lo antivirilista Tsai Ming-Liang de El río (97), o el avance metonímico de la andadera de la vengativa Erszébet escupiéndole su odio al violador de su marido un lustro después, o la dramática búsqueda indirecta del enloquecido magnate con desenlace fatal apenas sugerido.

El arte visionario traza así, al duro escalpelo y con elegancia suprema, el retrato ejemplar siempre inconcluso del buen migrante valioso y desesperado e incomprendido perpetuamente crispado, como la forma misma de su relato biopic vergonzante, pero sobre todo elaborando un manual del desesperado perfecto, el hombre ultravulnerado que pasa su existencia cual si tratara de investigar o delinear y delimitar por qué está vivo, el lamentable bailarín en pareja siempre en obbligato compulsivo, el obsedido de la arquitectura que sólo a través de ella puede saber un poco de sí mismo, y mientras tanto se la pasa comprobando la traición a la amistad tanto de los poderosos que lo rodean, como el primo mueblero al lado de su linda esposa calumniadora Audrey (Emma Laird) o el magnate ultrajante, al igual que patéticamente como su propia traición a ella a través de su único amigo duradero, el afropadre soltero también drogadicto Gordon (Isaach de Bankolé) tan sacrificable al son de cualquier rabieta paranoizante.

Y el arte visionario puede entonces, y sólo entonces, plantear su defensa e ilustración del brutalismo en la arquitectura, a base de agresivo concreto armado y rugoso monumentalismo, de manera subyacente y casi misteriosa, porque esos bloques de piedra eran corporizaciones del recuerdo inextirpables de los muros del campo de exterminio de Buchenwald donde el hoy reivindicado gimoteante perpetuo Lászlo había sido hacinado y espiritualmente asesinado, sin dejar de proclamar su secreta unción porque “lo importante es el destino, no el viaje”.