Lee también: "Jacques Audiard y el transmusical narcogeneroso"
En Mickey 17 (Corea del Sur-EU, 2025), trepidante opus 7 del sudcoreano también TVserialista de explosivo culto mundial gracias a un solo film de 54 años Bong Joon-ho (El huésped 06, El expreso del miedo 13, Parásitos20), con guion suyo y de Edward Ashton basado en la novela homónima de éste, el bello aventurero lamentable del 2054 Mickey Barnes (Robert Pattinson sensacionalmente maleable ahora sí crepuscular) ha debido enrolarse, al lado de su sinuoso amigo Timo (Steven Yeon), irresponsablemente a resultas de un mal negocio de macarrones, en una larga travesía colonizadora hacia al lejano planeta helado Nilheim para encargarse de las tareas más peligrosas y letales en plan de Prescindible, cierta subespecie humana que puede ser repuesta al instante sin término gracias a una máquina clonadora de la nave, que gobiernan el relamido político demagogo Marshall (Mark Ruffalo) y su repelente esposa manipuladora Yifa (Toni Collette feroz), pero tras haber sido dolorosamente replicado tantas veces como indica su nombre, el brutalizado Mickey 17, en tórrido amasiato interdicto con la afrovigilante de seguridad Nasha (Naomi Ackie), va a caer en un profundo hoyo inaccesible de la riesgosa superficie planetaria y reportado muerto, pero será devuelto milagrosamente por sus habitantes gusanos, logrando abordar de nuevo la nave, exacto cuando un Mickey 18 ha sido ya producido, generando un Múltiple prohibido y eliminable de inmediato que sin embargo logra sobrevivir, confrontándose con el pacífico Mickey 17 y acaba llegando a un acuerdo con él para encarar las numerosas e inenarrables aventuras siguientes, que involucran entre otras, los catastrófico enfrentamientos interplanetarios con la gigantesca madre de los gusanos inofensivos vueltos hostiles y el levantamiento de la guardia pretoriana en el que perderán la vida el tiránico Marshall y Mickey 18, yéndose por el ígneo tubo de basura reciclable, mientras la macbethiana Yifa se dispone a cortarse las venas y los heroicos Nasha y Mickey 17 gozan de una recompensa merecida durante la colonización del gélido planeta que se prepara a cancelar la desquiciante ignominia de la clonación infinita.
La clonación infinita se sitúa, desde una perspectiva autoral, más cerca de la aparente frivolidad genérica estallada en la fantasía proteiforme El huésped o en el delirio narrativo del posapocalipsis ferroviario de El expreso del miedo que de la gravedad satírica del parasitismo social de Parásitos, o sea, un film-objeto pluridimensional cual compendio novelístico de aventuras futuristas con intrincados meandros casi indescifrables (al estilo de las sagas de La guerra de las galaxias o El Señor de los Anillos), abrumadoras ramificaciones, sensaciones o malestares de sobresaturación insostenible y prolongaciones filosóficas hipercríticas, aunque sin dejar nunca de ser una pieza de ciencia-ficción adulta y pensante alegórica posKubrick, con fotografía deliberadamente nauseada de Darius Khondji, abismado diseño de producción de Fiona Crambie, abismal edición arborescente de Jinmo Yang y una propositiva música de Jung Jae-il tan esquizoide como una conjunción de burla romántica y efectismo trascendental tan inasequible cuan imparable.
La clonación infinita se maneja con gran habilidad dentro del género ironía, según la célebre aunque no canónica clasificación de los géneros narrativos del teórico canadiense Nothorp Frye basado en la naturaleza, el grado y la superioridad/igualdad/inferioridad de los héroes respecto al receptor, he ahí la ironía de un superhéroe cuyo oficio es exponerse a fallecer y revivir vertiginosamente sin cesar, la ironía de cierta naturaleza mítica y superior poseedor del don de la resurrección/clonación/replicación consecutiva que maldita la cosa, la ironía de un personaje que de continuo es asaltado colectivamente por la misma pregunta “¿Qué se siente morir?” a la que sólo puede responder con la misma elusiva queja “Odio morir”, la ironía de un sobreviviente a sí mismo que se produce por programa cual antigua copia fotostática con memoria y espíritu, la ironía de un ente desechable merced a cuyos sacrificios se ha generado una vacuna contra el terrorífico virus megapandémico del planeta por invadir, la ironía de un alma obligada a cambiar de cuerpo y a reencarnar y a readaptarse desde recién nacido y que debe habitar en varias cuerpos idénticos, la ironía de un permanente estado de tensión angustiosa (producido por el magnífico e inagotable cuadro de actrices y actores autoirrisorios a lo Audiard) que no sólo es una reacción al peligro sino a hondas alteraciones psicológicas, y la ironía de una película de acción marásmica y sobrecargada que aun así conserva su frescura inventiva resignificante y su sentido.
La clonación infinita se convierte entonces en una extraña reflexión fabulesca y acerca de la identidad humana como conquista o reconquista y difícil o plural e imposible/posible, una recuperación de identidad al cabo de esta siderada comedia sideral épica negrísima que ha debido cruzar por la crueldad de una cena con indigesta carne experimental curada por drogas también en pavoroso estado de prueba, por los Mickeys rolándose cuerpo y necesidades al estilo La sustancia (Fargeat 24), por la satírica inauguración de una roca simbólica, por las artimañas de la mole materna para rescatar a su hijo gusano, y por el feminista acuerdo de la hermosa Nasha con la ganosa agente Kai (Anamaria Vertolomei) para compartir los favores sexuales de los Mickeys, hasta que el estoico victorioso Mickey 17 llegue a ser simplemente Mickey Barnes.
Y la clonación infinita resuelve todos sus dilemas metafísicos y morales en la figura de Mickey apretando el botón rojo que pública y ceremoniosamente dinamita al replicador de humanos, aunque sea demasiado tarde, pues los Marshall y Yifa cómplices culpables de la decadencia de la Tierra ya han conseguido ser clonados sin remedio y como insalvable amenaza perdurable.