En el famoso cuento de Jorge Luis Borges “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” –publicado por primera vez en 1940 e integrado a su libro Ficciones de 1944– se especula con una anomalía en el ejemplar de The Anglo-American Cyclopaedia que conserva Adolfo Bioy Casares y que no registra el volumen perteneciente a la biblioteca de Borges: la entrada correspondiente a Uqbar, un país en el cual sus heresiarcas afirman –según recita de memoria Bioy– que “Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”. Como conoce el lector que se ha aventurado en esta ficción borgeana, la anomalía encontrada en el libro los lleva a descubrir el planeta imaginario de Tlön –lugar en donde se encuentra Uqbar– cuyas reglas son inventadas por Orbis Tertius, una sociedad secreta de intelectuales del siglo XVII.

Recordé el cuento de Borges al leer El agua verde del idiota. La errata: cultura e historia (FCE, 2023). El ensayo es de Yanko González Cangas y Pedro Araya Riquelme. En el texto se menciona la invención de pueblos o parajes en mapas del siglo XIX. Los autores explican que estos lugares imaginarios fueron anomalías dejadas por sus creadores a propósito en los mapas a manera de anzuelo: si alguien intentaba reproducir la información sin dar el crédito correspondiente, lo haría con el error incluido. La errata borgeana quizás tuvo el mismo origen: alguien construyó esos países imaginarios para detectar las posibles copias que serían reproducidas por algunos ingenuos. En este caso, más allá de los derechos de autor, sería un divertimento intelectual que sigue, felizmente, el autor argentino. Sin embargo, hay erratas que pueden provocar serios conflictos legales o, incluso, teológicos, pues a partir de la invención de la escritura y su desarrollo se generó una suerte de fetichismo en la letra impresa, pues desde hace siglos lo que se plasma en tratados, leyes y dogmas religiosos adquiere, muchas veces, un aura de irreversibilidad. González y Araya mencionan, por ejemplo, el caso de la “Biblia maldita” que es fruto de un error de impresión. La polémica edición de 1631, en lengua inglesa, omitió la palabra “not” en el séptimo mandamiento “Thou shalt not commit adultery” (No cometerás adulterio) indicando la complacencia divina para ejercer la poligamia. Como es lógico las autoridades eclesiásticas condenaron la edición. Los ejemplares que sobrevivieron son codiciados por los coleccionistas. Sin embargo, a veces el equívoco tiene una influencia perdurable en la cultura y en las fantasías de la humanidad. Una errata creó la teoría de la vida inteligente en Marte cuando, en 1877, Giovanni Virgilio Schiaparelli –director del Observatorio Brera en Milán– observó cauces en la superficie marciana. El término en italiano es “canali”, pero fue traducido erróneamente como “canal” indicando, para los teóricos de la conspiración de la época, la existencia de una antigua civilización en el planeta rojo que, como elucubró H.G. Wells a finales del siglo XIX, nos invadiría como ocurre en su novela La guerra de los mundos.

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La errata es la muestra perfecta de que el ser humano no puede normar y homogeneizar el mundo según sus designios. Como un dios impotente contempla cómo sus creaciones se rebelan frente a sus ojos. Las erratas de hace siglos, cuando la imprenta era un proceso laborioso y complejo, jugaba malas pasadas a los primeros editores. Ya no hay vuelta atrás cuando se imprime una letra en el papel. Muchos pensarán que las nuevas tecnologías le han dado al ser humano mayor control para evitar los errores en la escritura. Sin embargo, la llamada Inteligencia Artificial (IA), el nuevo Santo Grial de nuestros tiempos, ha llevado a la errata un paso adelante. La tecnología en la escritura, al inicio bajo la supervisión del ser humano con el proceso mecánico de aparatos como la máquina de escribir, ahora se ha liberado de nosotros –como un genio fuera de control una vez abierto el frasco que lo contiene– con el autocorrector en los procesadores de textos y en los teléfonos celulares. La errata, de esta manera, encuentra un terreno fértil para generar equívocos que pueden ser divertidos, aunque también peligrosos, pues nuestra escritura es expuesta todo el tiempo en las redes sociales. Destaca, en particular, la plataforma X que no permite –a menos que se pague por una cuenta premium– la edición de tuit una vez que salió al mundo. Hay, como lo sabe muy bien cualquier usario, dos opciones: se elimina el mensaje o se mantiene si es que la errata no es grave. Sin embargo, si alguien obtuvo una captura de pantalla del gazapo –como ha sucedido muchas veces–, la vergüenza y el escarnio perseguirán al infortunado que no revisó lo que escribió.

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La errata, en este nuevo escenario tecnológico para el cual no hay suficiente crítica y nadie está lo suficientemente preparado, adquiere tintes aún más macabros cuando analizamos la IA generativa en la imagen. Vivimos en un ecosistema visual que moldea nuestras certezas y nuestra manera de entender el mundo. En este escenario movedizo la creación de imágenes “artificiales”, es decir, mezcladas por algoritmos a partir de lo que los usuarios dejan en la red, promueve una realidad basada en lo más popular, una suerte de estética que se nutre muchas veces con estereotipos y las llamadas “alucinaciones”, desviaciones de la IA producidas por la misma información falsa que inunda la red. El futuro que se nos presenta como prometedor es una Caja de Pandora, pues las imágenes son creadas por procesos que se alimentan de sí mismos con poco control humano. De esta manera, como lo puede comprobar cualquier persona que haya usado generadores de imágenes por medio de IA, se puede provocar una suerte de freak show: personas con dedos de más, letras ininteligibles, rostros deformes o escenas salidas de una pesadilla en la cual se nos presentan cosas familiares y extrañas al mismo tiempo. Es un proceso, como han advertido algunos investigadores, que pierde calidad mientras se canibaliza, como una fotocopia que amplifica sus errores mientras se replica una y otra vez. Por supuesto, la principal amenaza es perder la noción de la realidad. Si las imágenes artificiales se masifican aún más–con sus correspondientes erratas– el ser humano habitará verdades alternas, universos especulativos diferentes a los imaginados por Borges en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, pues estas realidades potenciarán la manipulación, el miedo, el escepticismo o el odio, elementos que, por desgracia, se multiplican en este siglo.

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