“Fue en este minuto que brillaron sobre su cabeza, en un desgarrón de la tormenta, como un cebo mortal en el fondo de una red, algunas estrellas. / Juzgó, acertadamente, que era una trampa: se ven tres estrellas en un agujero, se sube hacia ellas, después no se puede descender más, uno se queda allá mordiendo las estrellas… / Pero su hambre de luz era tal que subió”. Pese a que se refiere a Fabien, el piloto atrapado en una tempestad de dimensiones ciclópeas que sacude la Patagonia, el párrafo podría atribuirse a su creador, Antoine de Saint-Exupéry, espíritu inquieto nacido en Lyon el 29 de junio de 1900. Al igual que otros de sus textos, Vuelo nocturno (1931), la nouvelle a la que pertenece la cita, recupera con un lirismo de altura una de las tantas experiencias vividas en carne propia: en este caso la etapa en que Saint-Ex trabajó al servicio de la compañía francesa Aéropostale en Argentina, adonde llegó en 1929. Otro ejemplo canónico del mestizaje entre biografía y ficción es El Principito (1943), relato supuestamente infantil —Martin Heidegger lo llamó “la mayor obra existencialista del siglo XX”— que fungió como pasaporte a la inmortalidad literaria y cuyo punto de partida es el percance ocurrido en diciembre de 1935, cuando Antoine y el mecánico André Prévot se desplomaron en el desierto libio y fueron salvados por unos beduinos —cuenta el biógrafo Curtis Cate— que los hicieron beber un caldo de lentejas antes de permitirles tocar el agua para así impedir complicaciones en sus mucosas y órganos resecos.

En julio de 1944, un año después de la publicación de El Principito, Saint-Ex estaba en Córcega como miembro del escuadrón aéreo comandado por el capitán René Gavoille. Aunque suene increíble, dice John Phillips, fotógrafo de Life, el escritor “no mostraba casi rastros de los numerosos accidentes que prácticamente le habían roto todos los huesos del cuerpo”. Lo que sí manifestaba con creces era una propensión al whisky profundo y los estados depresivos y una distracción que lo había llevado, entre otras cosas, a tratar de tocar tierra luego de un vuelo de entrenamiento con el tren de aterrizaje de su Lockheed P-38 Lightning aún retraído, según recuerda el mismo Phillips. Con todo, y pese a que el aviador más viejo después de él era seis años menor, Saint-Ex seguía cumpliendo airoso las misiones que le encomendaban, centradas en ese momento en “marcar los mapas” de la Provenza para alistar el desembarco aliado; por ello no asombró que fuera elegido para realizar el mapping de la región de Grenoble el 31 de julio. A la fecha nadie sabe dónde y con quién invirtió la que sería su última noche. Al volver de una velada a la una y media de la mañana, dos colegas pasaron frente a su cuarto y vieron la cama vacía; uno de ellos, el capitán Pierre Siegler, asumió que tendría que sustituirlo y se abocó a los preparativos necesarios hasta las tres, hora en que Saint-Ex todavía no regresaba. A las siete, sin embargo, mientras Siegler tomaba el desayuno, el escritor se presentó en el comedor de la villa de Erbalunga, sede del escuadrón aéreo; al poco rato, escoltado por Raymond Duriez, adjunto del oficial de operaciones, salió en un jeep rumbo a la pista de Poretta, instalada —dice Curtis Cate— en una pradera costera entre el río Golo, la laguna de Biguglia y la aldea de Borgo. (Borgo: nombre musical —ogro al revés— que remite a Paso Borgo, la ciudad rumana donde, de acuerdo con Bram Stoker, se alzaba el castillo del conde Drácula, y que Carlos Fuentes otorga al criado del vampiro Vladimir Radu en la noveleta que cierra Inquieta compañía [2004].) A las 8.45 de la mañana del 31 de julio de 1944, luego de hacer un gesto con la mano captado por Duriez, Saint-Ex despegó en su Lockheed P-38 Lightning (número 223) para esfumarse de la faz de la tierra e ingresar en los dominios del mito. Quedó, flotando sobre el enigma, el aviso enunciado tiempo atrás por Madame Pikomesmas, vidente checa: “Evite el mar a partir de los 40 años, y desconfíe de los aviones en los que volará”. Quedó también la frase que solía repetir el propio escritor: “Un día u otro caeré de cabeza en el Mediterráneo”.

Aunque hubo dos amagos de esclarecimiento en forma de cartas —la primera, enviada en marzo de 1948 al editor Gaston Gallimard por Hermann Korth, un pastor alemán que sirvió en el cuartel general de la Luftwaffe en el Mediterráneo; la segunda, rescatada en 1972 por la revista Der Landser y firmada por el piloto germano Robert Heichele: ambas daban cuenta de un avión aliado abatido el 31 de julio de 1944—, el misterio se extendió hasta 1998, cuando el pescador Jean-Claude Antoine Bianco halló una pulsera de plata con los nombres de Saint-Ex, su esposa Consuelo y sus editores neoyorquinos (Curtice Hitchcock y Eugene Reynal) al este de la isla de Riou, en aguas de Marsella. La misma zona en la que el 3 de octubre de 2003, tres años después de que el buzo Luc Vanrell la avistara, fue recuperada parte del fuselaje de un Lockheed P-38 Lightning. El mismo sector de donde el 7 de abril de 2004 se extrajeron, de una profundidad de 70 metros, restos que correspondían a la aeronave con matrícula 41-68223 pilotada por el autor de El Principito y que, según la prensa, estaban “severamente doblados. El bimotor debió caer a gran velocidad, como una piedra desde el cielo”. (Dichos restos se entregaron en junio de 2004 al Museo del Aire y del Espacio situado en Le Bourget,). A 80 años de su desaparición, no obstante, Saint-Exupéry continúa siendo un acertijo. ¿Será de él el cadáver del desconocido soldado francés que fue arrojado por las corrientes marinas a la playa de Carqueiranne, una población costera ubicada a 80 kilómetros del área de la que se sacaron los pedazos del avión estrellado? ¿Qué lo hizo realmente precipitarse en el mar que desde siempre vio como su tumba: accidente, derribo, infarto, problemas de oxígeno, suicidio? Lo único que resulta cierto, en medio de las sombras, es el hambre de luz que lo lanzó a buscar estrellas tanto en la literatura como en las cimas y las simas del mundo.

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