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En Corazones jóvenes (Young Hearts, Bélgica-Holanda, 2024), fervorosa ópera prima del autor total belga egresado de Bellas Artes y prolífico TVserialista y cortometrajista queer Anthony Schatteman (cortos: Bésame suavemente 12, Sígueme 15, Petit ami 17), el dócil e ingenuo puberto rural de 14 años Elías (Lou Gossens vibrante) se encuentra armoniosamente integrado al pequeño grupo social flamencohablante de los chavos de su edad, a causa de lo cual sostiene casi por inducida inercia una prometedora relacioncita seudorromántica con su ansiosa pero insóplida condiscípula de frenillos Valerie (Saar Rogiers), para plácida tranquilidad de su archicomprensiva madre amorosa Nathalie (Emile De Roo), para patrocinador regocijo de su narcisista padre medio grotesco cantautor de show Luk (Geert van Rampelberg) en trance de ganar un disco de oro por su alambicada canción “Primer amor”, para burla constante de su semiausente hermano mayor Maxime (Jul Goosens) y para indiferencia acogedora del solitario abuelo granjero mecanizado Fred (Dirk van Dijck), pero cierto día se muda a la casa solariega de enfrente el bello púber de cabellos largos Alexander (Marius De Saeger) que desde un primer momento, de ventana a ventana y luego instalado en su propia clase, fascina al buen Elías, por la desenvoltura para integrarse a su grupo, por su sofisticación procedente de la avanzada Bruselas e incluso por la franqueza con que confiesa haber estado enamorado de otro chico, se hacen amigos ciclistas en sus trayectos campestres, nadan pudorosa/impúdicamente en el arroyo, viajan juntos a la imponente capital francófona y en cierta ocasión escapando de unos bravucones que les gritaron “Putos” y a quienes les han pateado sus bicis, se resguardan en una distante casona abandonada a la que penetran por fractura, se acercan físicamente excitados y Alexander besa de pronto a Elías, sumergiéndolo en un conflicto de identidad sexual que se agrava por la falta de referentes sociales y modelos grupales inmediatos, haciendo que el afligido Elías se aleje de la desconcertada Valerie que lo invita a pasar una noche con ella, de la que el muchacho sale huyendo para ir en busca de su amado, quien luego lo rechaza por indeciso, hasta que el afligido Elías se refugia en la cabaña del sereno abuelo que sabiamente lo instruye en el culto al amor por encima de todo y, una vez aleccionado y asumido, el otrora dubitativo Elías logra admitir su condición gay de cara a todo su mundo afectivo, a modo de una temeraria y gloriosa suma de actos de autoaceptación crucial.
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La autoaceptación crucial apuesta por una luminosa y sensitiva sencillez que se revela a un tiempo descriptiva, dramática y expresiva, con mínimos elementos anecdóticos y escasos recursos preconcebidos, la sencillez de los hechos escuetos profundamente sentidos y vívidamente plasmados con fervorosa empatía desarmante, la sencillez de una fotografía de Pieter van Campe en tonos suaves y arrebatos nerviosos siempre superados por los remansos paisajistas, la sencillez de una música coruscante de Ruben De Gheselle que semeja mofarse de cada trance en lugar de acompañarlo o sublimarlo, la sencillez de edición pausada de Emiel Nuninga que cede cada tanto a la contemplación como a la elipsis oportuna, la sencillez de la ironía jocunda del torpe padre ridículo que intenta instruir anticonceptivamente al hijo que se plantea un problema iniciático radicalmente distinto que sólo la intuitiva madre es capaz de leer y descifrar.
La autoaceptación crucial sigue ante todo y en exclusiva el difícil y confuso proceso de la asunción sexual, que sería idéntico a cualquier infeliz/feliz proceso análogo, a través de sus etapas por fin cabalmente deslindadas, timidez, titubeo, socavamiento, la herida involuntaria a una zarandeada Valerie cuya cabeza sin voltear basta para entender su rechazo o su traje de ángel basta para satisfacer los impulsos gregarios de Elías compitiendo con deliciosa armadura de caballero andante en un concurso de disfraces todo disolvente, el suspenso intimista al que son tan afectos los más incisivos literatos neerlandeses actuales (como la Renate Dorrestein de Álbum de familia) para mantenerse sutilmente en vilo entre la repetición y la diferencia sin nada que ofrecer a cambio del amor o de sus azotes, y el encrespado deseo convertido en una deleuziana máquina que por impulso propio se abre paso contra obstáculos que van cediendo milagrosamente.
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La autoaceptación crucial define así un nuevo tipo de relato acorde con la rapidez narrativa de los tiempos actuales que es además altiva y humildemente tangencial al ultrabombardeo mediático, que se ofrenda a la vez como una fábula contemporánea que se vuelca sobre una sola situación emblemática, una saga interior, un sondeo íntimo, una ficción prenovelesca de erizadas afectividades en juego que rebasa con mucho la clásica moderna Confusión de sentimientos del gigante Stefan Zweig, un cuento moral y erótico desafiantemente casto y esencialista, una cuidadosa inmersión in obbligato en la inteligencia emocional en ristre de un chavo común y excepcionalmente único por quintaesenciado, un discurso frágil y firme en las antípodas de los hoy predominantes tramas de coming on age y seducciones espectaculares de amor diverso (tipo el homotriángulo resignado de Llámame por tu nombre de Guadagnino 17), una dulce historia de amor queer sin sensiblerías ni clisés hostiles melodramáticos o victimista autoconmiserativo, una conjurada marcha fúnebre que se duplica con una triste canción de cuna, un conjunto de inmensas vueltas de tuerca de un conflicto que al final y en última instancia ya estaba propuesto y resulto de antemano, una ahogada tempestad en un vaso de agua límpida.
Y la autoaceptación crucial acaba reinsertándose en el flujo familiar del tiempo, con todos los amigos solos o en pareja más Elías montado en la misma bici con el reconciliado, intenso e irrepetible amor de su vida.