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El exilio es algo curiosamente cautivador sobre lo que pensar, pero terrible de experimentar. Es la grieta imposible de cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre el yo y su verdadero hogar: nunca se puede superar su esencial tristeza
Edward Said
En su Teoría de la novela, Georgy Lukàcs consideró el cuento como una forma de arte tan abstracta o subjetiva que se vuelve ineficaz para tratar de abordar la realidad de manera crítica y la alternativa sería regresar a las técnicas naturalistas balzacianas. Nada más lejos de la obra de Anna Seghers, constituida por una variedad de textos en los que combina el sustrato mítico, la fantasía y la realidad en conflicto para pensar el lenguaje literario como un bastión ideal para la crítica política. Nacida el 19 de noviembre de 1900, esta escritora cuyo nombre verdadero era Netty Reiling, formó parte de la primera generación de mujeres estudiantes de la Universidad de Heidelberg. Cuando, en junio de 1940, los nazis se trasladaron a Francia, ella cruzó al territorio de Vichy negociando ansiosamente el traslado de su marido, László Radványi, de un campo en la zona nazi a otro en Vichy. Cabildeando por un visado de salida para László, Seghers se trasladó a Marsella y fue desde allí donde, el 24 de marzo de 1941, abandonó finalmente la Europa fascista en uno de los últimos barcos antes del cierre de los puertos franceses.
Ya en México escribe una serie de textos, entre ellos Tránsito, novela escrita en 1942 y publicada en 1944, que la convertiría en un referente obligado de la literatura alemana del exilio. Su presencia en nuestro país ha dejado una huella profunda cuyos trazos podemos encontrar hasta el día de hoy; por ejemplo, en el 2022 durante el marco de la 20 semana de cine alemán en la que se dedicó un homenaje a Seghers con varios eventos entre conferencias, retrospectivas y demás que permitieron al público mexicano establecer un primer encuentro con su obra o un regreso familiar a sus textos. Entre las múltiples actividades destaco la presentación de la nueva traducción de Tránsito (Elefanta, 2022) realizada por Claudia Cabrera, cuyo complemento perfecto fue la proyección de dos adaptaciones de la novela de las que hablaré a continuación para ahondar sobre los trasvases posibles entre la literatura y el cine.
Tránsito se añade al grupo de ficciones antifascistas en las cuales la autora empleó una diversidad de formas desde la historia de aventuras (La séptima cruz), el relato onírico-fantástico (La excursión de las muchachas muertas) o el discurso epistolar (Cartas desde la tierra prometida) para abordar la figura del exilio. En su etimología, esta palabra apunta a un salto fuera, partida esencial, expulsión de la tierra y acto radical de la existencia en el cual el escritor trata de evocar e invocar a través de su lenguaje originario aquel mundo perdido. Entre invención y memoria, comunidad y soledad, la escritura de Seghers nos revela la condición límite de aquellos que, como señalaba Víctor Hugo, sobreviven bajo el dominio tenaz de la melancolía en remembranza constante de su orfandad.
Si bien todos estos textos están caracterizados por los desplazamientos múltiples, Tránsito introduce una figura espacial particular para mostrar la vivencia de los refugiados en Marsella, atrapados en una sucesión incesante de trámites, documentos y espera infinita de raigambre kafkiana. Al explorar esta idea de lugar (o más bien de un no-lugar o la ausencia de lugar a la Samuel Beckett) que pareciera obedecer a sus propias leyes temporales, Seghers crea una última línea de defensa en una posición de vulnerabilidad para convertirse en un archipiélago perdido en un inmenso océano de voces silenciadas. Su escritura se convierte de este modo en la posibilidad de plasmar un mundo desde una humanidad en excepción, recuperar el sentido en un caos extendido y concéntrico, casi tan absurdo como el sistema burocrático al que se enfrentan los transitarios-transitorios de la novela: a la expectativa de un visado, de un barco, de una salida que nunca llegará. Lugar de encuentros repetidos, de identidades móviles, de opresión y resistencia, Tránsito se ha convertido así en una de las obras claves sobre el exilio que nos sigue abriendo camino para pensar esta experiencia límite que cada vez más forma parte de nuestra realidad cotidiana a lo ancho y largo del planeta.
Bajo este horizonte, adaptar un texto de esta magnitud parece una empresa desafiante y difícil de realizar. Sin embargo, en las dos versiones cinematográficas de esta novela se vislumbran las redes significativas, las potencialidades de lectura y convergencia entre dos formas estéticas, así como entre tres grandes autores. Trataré de delinear brevemente algunos puntos de partida de esta diversidad de alternativas en que una obra literaria se relaciona con otros discursos no sólo literarios, sino de otros medios artísticos y donde la adaptación se vuelve una estrategia de “fertilización cruzada” como la concibe el teórico Robert Stam. En el primer caso, Tránsito (1991) del director marsellés René Allio, la película se maneja de manera más apegada al texto, es decir en el desarrollo general de la historia, las acciones y los personajes. Allio nos transmite, en un formato clásico de 35 mm, las vicisitudes de Gerhardt Seidler/Weidler, un excombatiente que huye de la guerra como muchos de sus connacionales hacia Marsella, y que enfrentará decisiones cruciales sobre partir o quedarse, sobre todo después de su encuentro con Marie. En este film, con la trayectoria de Allio como adaptador (no olvidemos su gran opera prima basada en La vieja dama indigna, 1965, de Brecht, o El Yo, Pierre Rivière, 1976, en colaboración directa con Foucault) y especialmente en su formación como escenógrafo en teatro y cine, la película recrea el mundo de la novela a partir de una concepción eje que suscita el estado de exposición y dislocación de los refugiados en la ciudad portuaria. La ausencia de cualquier lógica aparente o derecho efectivo de estos seres ambulantes que pueblan habitáculos fuera de toda realidad se manifiesta en el film mediante un trabajo sistemático del encuadre muy cerrado, intrincado y saturado de elementos hacia el interior.
Aunado a la estrechez del formato, este reparo en los más mínimos detalles genera una sensación sofocante, transformando así un supuesto lugar de paso en un sitio del cual es imposible salir. De manera similar al texto de Seghers, la ausencia de sentido o libre voluntad de estos seres se organiza a través de un narrador en primera persona expresado en la película con una voz en off relativamente convencional, cuyo único acierto quizá es el empleo de los silencios en relación con los planos generales del puerto, los mercados o los lentos paneos descriptivos de 180 grados del paisaje marítimo. Si bien tenemos momentos en que Gerhardt (Sebastian Koch) camina las intrincadas calles de la ciudad en sus constantes trayectos a consulados, hoteles y cafés, jamás tenemos la impresión de desplazamiento, más bien todo lo contrario. Pues esta película se concibe bajo la figura del laberinto, un espacio sinuoso cuya demarcación geográfica es ajena a la vida cotidiana y que encarna la experiencia esencial de la identidad de los exiliados, atrapados en un destino sin retorno, sin poder avanzar en el tiempo con el mar como obstáculo insalvable, frontera, margen e imagen de un mundo estático que transmite de manera audiovisual aquella sensación terrible de la novela de un tiempo infinito, perpetuo donde todos los días parecieran el mismo cuando no se hace más que esperar.
En el extremo opuesto encontramos la película de Christian Petzold de 2018, quien a diferencia de Allio, recupera los hilos del relato de Seghers y los traslada a una época actual para reflexionar sobre los exiliados de hoy que suelen recibir otros nombres: migrantes, asilados políticos, prófugos, excluidos, ilegales, existencias violentadas, que viven bajo el sello ominoso de la injusticia cotidiana y la precariedad. Con un guion realizado por su mentor y amigo Harun Farocki (ferviente admirador y lector incansable de la obra de Seghers), el Tránsito de Petzold se concentra no en el tiempo suspendido, sino en el desplazamiento infinito hacia ninguna parte. Se establecen las coordenadas de un universo único que discurre entre dos mundos, dos tiempos (entre pasado y futuro), dos realidades simbolizadas sobre todo en la repetición de encuentros con Marie (Paula Beer) —especie de Madeline hitchcockiana que Petzold ha reelaborado una y otra vez a lo largo de su filmografía, desde Yella (2007) hasta Cielo rojo (2023). Este espacio transicional por excelencia se devela mediante el formato de pantalla ancha y los travellings incesantes del caminar de Georg (Franz Rogowski) Seidler/Weidler (para Petzold en homenaje a Georg K. Glaser, el escritor y artesano de izquierda alemán) por toda la ciudad.
En tránsito, esta nueva dispensación inhumana de la movilidad, de identidad intercultural y lenguajes varios (el pequeño del norte de África y su madre sordomuda), se exploran los cambios producidos en el protagonista a partir de un juego de coincidencias y casualidades (como en la novela de Seghers) que además será reforzado por un giro ocurrente en la película. En ese juego de identidades falsas y múltiples que le permiten sobrevivir, el narrador-testigo en primera persona de la novela cuyo distanciamiento en algunas ocasiones es hasta cierto punto irónico, también se expresa en una voz en off (que además escuchamos hasta los 15 minutos después de iniciada la película), pero esta vez en una tercera persona encarnada en el personaje secundario del cantinero del bar-pizzería, un añadido de Petzold que determina la percepción del espectador sobre lo observado y escuchado. En oposición tajante con Allio, las complejidades de esta voz —más cercana a los usos de un Robert Bresson en sus funciones de contraposición, paralelismo, o asincronías entre lo visual y lo sonoro o del cine ensayístico— permite analizar a los personajes en ese lugar del intermedio, en su eterna disolución que no se encuentran ni en su punto de partida ni en su punto de destino. Vidas en flujo constante que apelan a la imposibilidad de elección o de decisión y cuyas dimensiones aparentemente dinámicas del desplazamiento se abordan desde la extensión horizontal del espacio hasta la cualidad mítica de la presencia de Marie (anticipando la Undine, 2020) que se distingue a través del sonido repetición de la campana de la puerta de la pizzería cada vez que entra en su pesquisa incansable de Weidler. Lo interesante es que fuera de todo melodrama, Petzold compone un thriller en consonancia con las grandes películas del género para referirse a la crisis migratoria actual, al presentar distintas interrogantes de la experiencia intercultural en la condición transitoria, cuya oportunidad de comunión, como lo menciona el narrador durante la secuencia del consulado mexicano, quizá subyace en la necesidad de contar-escuchar historias que recuperen esos vínculos con nuestra humanidad.
Así en este entramado de tapicería, lugares de encuentro entre lo literario y lo cinematográfico, la obra de Seghers nos invita a desdibujar las fronteras, decir no a la barbarie, refundar nuestro estado de resistencia y contemplar que su narrativa de tránsito es en realidad una historia sobre una labor apremiante de indagación de lo que permanece en un mundo donde la diáspora se ha vuelto universal desde hace mucho tiempo.