Antes de cada amanecer, un presidente sale al estrado y crea una verdad que busca su fundamento en aquel que le dio el poder: el “pueblo bueno y sabio”. Gracias a un ingenioso uso del lenguaje, él decide quién es el enemigo, que características tiene, qué deseos lo mueven. Sus seguidores ven en él un líder carismático; sus detractores, lo acusan de populista. Pero ¿qué tan certero es este calificativo para el actual Ejecutivo de México? Además, ¿es el populismo necesariamente negativo?

Para Israel Covarrubias, doctor en ciencia política por la Universidad de Florencia y catedrático de la Autónoma de Querétaro, Andrés Manuel López Obrador es un auténtico disruptor de las apolíneas formas democráticas, y en su más reciente libro, La fascinación del populismo. Razones y sinrazones de una forma política actual (Debate, 2023), dedica un capítulo a analizar el gobierno de este republicano plebeyo, legítimo hijo de una democratización que se logró a pesar del PRI que, increíblemente, fue producto de una revolución no sólo popular, sino populista.

López Obrador es sólo un peldaño obligatorio en el estudio que Covarrubias (México, 1976) hace de diferentes expresiones del populismo, al cual el autor intenta despejar de los prejuicios con que solemos revestirlo, descubriendo así que esa democracia de la cual nos enorgullecemos y que sentimos amenazada por los llamados populistas —a los cuales, casi en un desliz inconsciente, solemos conectar con políticas autoritarias—, es la misma que ha propiciado el terreno para forjar personajes tan terribles como carismáticos, ante los cuales un pueblo puede sucumbir no sólo por fascinación, sino también por el hartazgo mismo que el desgaste del (neo)liberalismo ha supuesto en las últimas décadas.

“El populismo, que puede ser de derecha o izquierda, tiene dos características centrales: la primera, es que es una ideología que está estructurada a través de un liderazgo carismático, y es también un movimiento social que puede ser genuino y que en general se forma en coyunturas políticas muy específicas, que van a responder a una demanda de integración de una nueva polaridad política”, indica el doctor Covarrubias. “La segunda característica es que cuando hablamos de populismo siempre nos deslizamos muy rápido a decir: el populismo es igual a pueblo. Sí, tiene que ver con el pueblo, pero más bien con el sintagma pueblo, y ahí, en función del uso que se le otorgue a través de la dimensión performática de los discursos del liderazgo, es que se activa o no una idea de pueblo introyectada en el movimiento populista”.

¿El contexto peyorativo que atribuimos al populismo es una consecuencia de que vivamos dentro de una serie de mitos ideológicos que sostienen a la democracia?

Sí creo que hay una narrativa preponderante que tiene una carga ideológica en torno a lo que se establece como campo de batalla del ethos democrático a nivel global, y que tiene su raíz en una vertiente liberal democrática. Esto es una herencia política de la segunda mitad del siglo pasado, y que nosotros, como nos encanta imitar en América Latina, lo absorbemos de algún modo, y ahí hay una narrativa en donde el populismo es una calificación moral antes que política, pues identificar a alguien como populista es como un vituperio o un insulto para la contienda política. Esa misma narrativa preponderante se deslizó incluso por los principales cenáculos intelectuales en muchos países donde están convencidos de que la democracia y el modelo liberal-democrático se debe defender sin negociación de ningún tipo.

Siguiendo a la prensa diaria, está la convicción de que el populismo, cualquiera que sea sus formas, es negativo. De ser así, ¿cuál sería su forma positiva? Pienso, por ejemplo, que en el caso de Andrés Manuel López Obrador, muchos de sus detractores no se atrevieron a hacer una lectura histórica del populismo mexicano, contrastando a Andrés Manuel contra el general Lázaro Cárdenas, porque desde los patrones de inteligibilidad que manejan ellos del populismo el general Cárdenas también sale muy mal librado, cuando es el arquitecto del Estado mexicano que tenemos todavía hoy en pie. Pero sí se ha hecho esta suerte de filiación familiar con los populismos de Luis Echeverría y José López-Portillo. Sostengo que son cosas distintas, pero no creo que tenga que ver, salvo porque Andrés Manuel se formó en la época política de estos presidentes, y si hay algún presidente con el que deberíamos hacer contraste para ver sus semejanzas y sus diferencias, sería con Carlos Salinas de Gortari, que me parece que es un populista tecnocrático, muy pragmático, pero si uno va atendiendo a la retórica y cierto tipo de política social, no están muy distantes el uno del otro.

¿A qué se refiere usted con el “republicanismo plebeyo” de AMLO?

Hay un quiebre de la ley de la filiación en términos de la transmisión histórica del “antiguo régimen” y lo que es la democracia en este país, y cuando se habla de este quiebre se habla de disrupción, hay discontinuidad; en ese sentido, Andrés Manuel representa una discontinuidad. Eso no quiere decir que no hay transmisión de toda esa herencia histórica, claro que sigue fluyendo al presente, pero de una manera distinta. Teniendo en cuenta eso, es que a mí me parece que el populismo sí es un fenómeno disruptor de esa continuidad histórica, porque tiene que ver incluso con la modalidad, muy gradualista, en cómo se democratizó este país, con dos pivotes: las elecciones y los partidos políticos. Pero, a su vez, esa la trampa mortal de la democracia mexicana, la supeditación a la partidocracia y la apuesta de hacer cada vez más limpias y confiables las elecciones.

Por otro lado, Andrés Manuel para mí es más bien un republicano de corte plebeyo, en el sentido del uso retórico de ciertos gestos que enfadan mucho a las élites políticas; es alguien que viene de la periferia, de algún modo se hace con sus propias manos, viene del PRI, por supuesto, y eso más que un insulto es un proceso histórico instituyente. El punto con este republicano plebeyo es que estos pequeños guiños que hace al poder blasfemo —los chistes, el pitorreo, el darle la vuelta a la formalidad, dejarse tocar—, no es nada más política simbólica, sino que el hombre y la mujer ordinarios lo ven como política real.

Andrés Manuel no es una regresión autoritaria, porque en la historia no hay regresiones, lo que hay son nuevas expresiones que, quizá por la incapacidad que tenemos por comprender este potencial de innovación, es que recurrimos a la falsa familiaridad: como no entiendo esto, entonces es como aquello que estaba pasando. Esa falsa familiaridad es la que nos tiene, intelectualmente, en un debate precario respecto al populismo.

Por último, el historiador Arnaldo Córdoba, tiene una tesis que no ha sido muy explotada: la Revolución mexicana no es una revolución popular como pensamos, sino que es una revolución populista porque hay una movilización de arriba hacia debajo de las masas, y los que ganan la revolución necesitan para su legitimación política esta movilización. Eso es lo que Córdoba dice que podemos llamar populismo en México, y su argumento fuerte es que con independencia de los que estén en el poder, todos y cada uno de los presidentes son herederos de este mecanismo populista; no se pueden salir de ahí. Cuando tenemos eso, es evidente que, si hay o no rupturas, tendríamos que ver en qué punto son las rupturas y cómo es que lo nuevo no se reviste de viejo, sino más bien cuál es la carga de innovación que estamos observando con este personaje.

¿Qué anclajes religiosos movilizan también al populismo?

Me parece que hay una suerte de rivalidad mimética de cariz religioso, en términos de la construcción o la invención de un enemigo, porque se necesita forzosamente inventar un enemigo en torno al cual se establecen los parámetros de la disputa y de la batalla política entre el nosotros y el ellos. Eso se ve en la declinación de Ernesto Laclau, cuando señala que hay un significante que es flotante, que puede reconducir o rearticular una serie de otros significantes en función de decir: “La oligarquía”, “El pueblo”, “El neoliberalismo”, “El antineoliberalismo”, “Las élites, las antiélites”, y como es un significado flotante, se va colocando en función de la batalla política específica.

La teología política sigue siendo muy útil para explicar fenómenos políticos, no sólo atendiendo a esta máxima de Carl Schmitt de que en general todos los conceptos modernos son conceptos teológicos ya secularizados, sino también en función de que la política puede ser entendida como una religión. Lo que creo es que, cuando uno habla de fascinación en el caso de populismo, desde el punto de vista del campo religioso, estás metiéndote a una discusión que debe tener lugar sobre el tema de la dimensión delirante de la política. Es un discurso delirante en el sentido de que produce la fascinación, la idea de que nos están persiguiendo, pero no es una cosa que esté sólo en la fantasía del que se siente perseguido: en realidad sí hay persecución, pero el otro punto donde yo veo más aún que opera esta fascinación del populismo, es la convicción que hay que rehacer todo, y esto opera para la derecha y para la izquierda.

Pero yo me preguntaría más bien: ¿no es la sociedad democrática una sociedad basada en delirios? Quiero decir que el hecho de que te fascine un personaje y una movilización como la del populismo, eso habla también de nosotros, no nada más del líder.

¿El populismo nos demuestra que la democracia se nos presenta como aporética?

Cito a Lefort: la constatación de la experiencia de la aventura de la democracia moderna respecto a la Antigua, es que confiramos que la igualdad sólo sirve para observar el teatro de la disimilitud de unos con otros, pero esa dislocación es lo que hace que la democracia sea democracia, es la igualdad de condiciones que decía Tocqueville, no es lo meritocrático, sino que hay de base algo que nos emparenta y nos une, con independencia de las diferencias.

El otro punto es que sí hay algo de aporético porque la democracia siempre es algo que se pospone, si no, no hay expectativa, y sin expectativa la gente no sale a votar. Siempre hay algo que es pospuesto a un provenir, derridianamente dicho, pero esa es la base sobre la cual está fincada la democracia, en el gobierno del futuro. Es un nudo ciego que es imposible de resolver, es una paradoja de la cuestión democrática.

Por último, el populismo como forma de ejercer el poder, como forma de organización política, es una suerte de palanca que conecta estos tiempos de la política, más que ninguna otra forma de gobierno, porque conecta el pasado, aunque se lo inventen y digan mentiras, con la idea de que sí, el presente no es soportable, pero siempre hay posibilidades de abrir espacio en él para vivir, no sé si mejor, en estos espacios de igualdad. El populismo, como republicanismo plebeyo, permite, de algún modo, darnos las caras, con independencia de donde estés ubicado socialmente.

En México es tímido todavía, pero si logras vislumbrar ese darse las caras, eso es republicanismo en el sentido clásico, algo de que sí, somos diferentes, usted un rico cerdo capitalista y yo un pobre profesor de universidad pública, pero ambos podemos viajar en el Metro. Eso es republicanismo en términos empíricos. Es algo a lo que en México le hemos huido siempre, en términos de que a élite tiene que ser algo inalcanzable y ustedes, la plebe, sigan yendo en el Metro. Es ahí donde estaría esa parte de igualdad a los desiguales, es uno de los éxitos del populismo. Sí, ilusoriamente, aunque la política no deja de tener esa dimensión ilusoria, a lo mejor hasta enajenante. Pero es por eso por lo que hay expectativa en la democracia, y convicción de que las cosas puedan seguir a avanzando a pesar de todo. Eso es lo que deja como saldo esa fascinación del populismo.

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