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Para Alberto y Gloria, habitantes de Vigàta
En diciembre de 1893, Sir Arthur Conan Doyle dio muerte a su personaje más célebre: Sherlock Holmes. Hastiado de escribir historias protagonizadas por el detective, Conan Doyle decidió matarlo para poder dedicarse a escribir novelas históricas, vertiente que consideraba la más valiosa de su carrera. El asesor de Scotland Yard encuentra su final cuando, en plena lucha con el profesor Moriarty, se desploma en las cataratas de Reichenbach. Se dice que la muerte del personaje provocó que más de 20,000 personas cancelaran su suscripción a The Strand, revista que publicaba las historias de Holmes en forma de serie. Diez años más tarde, reconciliado con el personaje, Conan Doyle le devolvió a la vida.
Una situación similar enfrentaba el escritor siciliano Andrea Camilleri, quien ayer, 6 de septiembre, habría cumplido cien años de edad. Fue a los 69 años de vida, tras jubilarse como guionista de televisión y teatro, cuando Camilleri dio sin saberlo con la mayor veta literaria de su carrera: en 1994 publicó una novela titulada La forma del agua (publicada en español por Salamandra en 2003). Según declara en su volumen de memorias Háblame de ti, carta a Matilda (Salamandra, 2018) aquella novela no le dejó del todo satisfecho, pues su protagonista, el comisario Salvo Montalbano “era más una función que un personaje”. Para corregir la situación escribió una segunda novela, El perro de terracota (Salamandra, 2003) convencido de que el comisario no volvería a aparecer en sus páginas. Para su sorpresa ambas novelas vendieron 800, 000 ejemplares en un año, de modo que su editora, Elvira Sellerio, le pidió que escribiera una tercera entrega: “Obedecí a regañadientes, en parte porque me consideraba incapaz de soportar a un personaje que se repitiera”, confiesa el escritor. Y sin embargo, tras la escritura de ese tercer título, el personaje comenzó a convivir con su autor, generando una relación de amor-odio que terminó siendo una saga de 34 libros (32 novelas y dos volúmenes de relatos) que sólo en Italia han vendido más de veinte millones de ejemplares además de haber sido traducidas a más de 40 idiomas alrededor del mundo. Adaptada para la televisión en forma de serie, la saga se ha emitido en sesenta y tres países y ha superado los mil doscientos millones de telespectadores.
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El comisario Montalbano —quien debe su nombre al escritor español Manuel Vázquez Montalbán— vive en Vigàta, imaginaria población de la ficticia provincia de Montelusa, en Sicilia. Un territorio disputado por dos familias de la mafia: los Cuffaro y los Sinagra. Consecuencia de esa rivalidad es una escalada de violencia que llega a ser parte de la cotidianidad en la región. En La forma del agua, Camilleri deja en claro que la verdad y la justicia suelen correr por caminos distintos. A lo largo del libro se plantean diversas hipótesis en torno a la muerte de un poderoso hombre de negocios que fallece en extrañas circunstancias. De la misma manera en que el agua toma la forma del envase que la contiene, los enigmas se amoldan a la hipótesis que en su momento parece más viable. Sin embargo, cada nuevo indicio modifica el escenario y la versión vigente se derrumba ante el peso de otra más compleja. Al final de la novela es inevitable preguntarse ¿hemos llegado a la última explicación o estamos en uno más de los rizos de una espiral interminable? En la segunda entrega de la saga, El perro de terracota, Camilleri enfrenta el reto de lograr que Montalbano deje de ser una función y se convierta en personaje. En este libro, el enigma tiene que ver con el descubrimiento accidental de una cueva que esconde un arsenal clandestino. En un doble fondo se hallan dos cadáveres que llevan allí décadas, quizá desde la guerra. A pesar de que hay un crimen, jurídicamente ya no tiene caso buscar al culpable. Así, Camilleri se aleja de la novela-enigma para entrar en el terreno de las verdades simbólicas y la reconstrucción de la memoria.
A pesar del abrumador éxito de la saga Montalbano, Camilleri estaba convencido de que lo mejor de su obra eran las que solía llamar “novelas históricas y civiles” como La ópera de Vigàta y La concesión del teléfono. A esa veta podría agregarse la de memorialista. En las ya mencionadas memorias Háblame de ti, carta a Matilda, volumen dictado a los noventa y dos años como una forma de dialogar con su bisnieta de tres años, el escritor ofrece un entrañable testimonio de la Italia en que le tocó crecer: un país cegado por los espejismos del fascismo, cuyas ideas el niño Camilleri adoptó en un inicio para después cuestionar una y otra vez. El volumen, de apenas 120 páginas, nos permite comprender que la trayectoria del siciliano comenzó cuando era un adolescente que se escapaba de la escuela para pasarse el día leyendo novelas. Después se interesó por la poesía y más tarde por el teatro, disciplina que le permitió mudarse a Roma para estudiar con el profesor y director de teatro Orazio Costa, a quien consideraba uno de sus maestros de vida.
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Lo más conmovedor de estas memorias radica en la defensa que Camilleri hace de aquello que en la época de Mussolini estaba prohibido: la posibilidad de disentir. (Por abrazar ideas de justicia social, Camilleri perdió empleos y terminó en el hospital más de una vez). Tras veinte años de dictadura fascista, el joven aspirante a escritor aprecia como nunca la posibilidad de “tener ideas no inducidas y expresarlas con franqueza, y tal vez conocer a gente que no pensara como yo, pero con la que fuera posible conversar”. Este privilegio, que en nuestros tiempos escasea cada vez más, puede resumirse en una frase que Camilleri escuchó de su maestro en momentos clave: “No compartir las ideas de una persona, cuando son certeras e inteligentes, no significa en absoluto rechazarlas. Al contrario”.
Solo un autor como Andrea Camilleri, que apreciaba por encima de todo la posibilidad de no estar de acuerdo, podría haber convivido por más de veinte años y treinta y cuatro libros con un personaje que por momentos le resultaba intolerable.
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