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Con la publicación de Cómo vi a la Mujer Desnuda cuando entraba en el bosque, recién lanzada por Random House, Martín Solares completa la trilogía protagonizada por el detective Pierre Le Noir. La novela que cierra la colección, que incluye Catorce colmillos (2018) y Muerte en el jardín de la luna (2020), es al mismo tiempo una ágil novela de aventuras y una erudita síntesis del proyecto intelectual del autor.
Como las entregas anteriores, la novela está ambientada en la Francia de 1927, sólo tres años después de que André Breton diera a conocer el manifiesto surrealista. De hecho, la aventura comprendida en la tríada abarca apenas unos cuantos días, eso sí, con retrocesos en el tiempo que a veces se remontan siglos atrás en la historia de Europa.
Como sabemos, Pierre Le Noir es un joven detective que se desempeña en la Brigada Nocturna, división de la policía francesa que investiga crímenes imposibles de resolver mediante una explicación racional. Al parecer Le Noir ha heredado algunas capacidades de su abuela, una famosa adivina que poco antes de morir le regaló un poderoso amuleto conocido como El Fuego del Nilo, que potencia las interacciones de Le Noir con las entidades sobrenaturales. De este modo comienza a ser habitual para él desenvolverse en un París asediado por vampiros, momias, fantasmas y licántropos.
En esta entrega vemos a Le Noir preocupado por la desaparición de su amiga Mariska, una mujer que es “el misterio en persona: nadie sabe dónde vive, de qué vive, ni qué edad tiene”. Entre las pocas pistas que tiene el joven detective, está el hecho de que Mariska solía convivir con un grupo de artistas que se identifican como surrealistas.
Un doble crimen añade voltaje a la historia: junto al Sena, la policía ha encontrado los cadáveres de Markus y Louise Bajai, mentores de Mariska. Las autoridades hallan también una nota en donde se convoca a una reunión de los surrealistas en los bosques de Normandía: el punto de encuentro será el Manor, una antigua construcción frecuentada por André Breton. Fingiendo ser un periodista belga, Le Noir es enviado a investigar al líder surrealista. En ese ambiente, cerca de un acantilado que casi mira a Inglaterra, comienzan a suceder cosas extrañas. Más que extrañas: insólitas.
Apasionado investigador del arte y sus procesos, Martín Solares reconstruye las polémicas y los escándalos que rodeaban a los más de 60 artistas que se identificaban con el movimiento surrealista. Con notable habilidad, el autor de Los minutos negros nos recuerda que la policía parisina tenía un nutrido expediente en donde se documentaban las refriegas de una guerra intelectual entre grupos con distintas visiones del arte. Así, por ejemplo, cuando murió Anatole France, los surrealistas publicaron un panfleto insultando al recién fallecido. O que en uno de sus manifiestos, Breton declaró que el acto surrealista más puro consistía en “bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar contra la multitud tantas veces como sea posible”. De hecho, para la policía francesa no había surrealista tranquilo: en su momento todos los miembros del grupo fueron calificados como violentos y sediciosos, y la mayoría fueron arrestados por vandalismo al menos una vez.
La novela, sin embargo, se desliza de lo anecdótico hacia el análisis de cómo y por qué surgieron las corrientes artísticas y en específico el surrealismo. Al recordarnos que no pocos entre sus militantes fueron enviados muy jóvenes al frente de batalla, y que otros, como Louis Aragon y André Breton, sirvieron en pabellones psiquiátricos en donde atestiguaron de primera mano lo que la guerra puede causar en los seres humanos, la novela nos permite ver con otros ojos su desafiante postura: “Breton y su grupo fueron obligados a dejar los estudios y a tomar las armas azuzados por sus mayores. A algunos, como a Péret, su propia madre los alistó en el Ejército. En el fondo eran como cualquiera de nosotros, siempre y cuando a nosotros nos hubieran rociado con gas mostaza, hubiésemos corrido para esquivar las ametralladoras alemanas, la lluvia de metralla o las amenazas de muerte de los generales, empeñados en enviar todos los días a morir a sus soldados en el frente”.
Solares nos recuerda que el surrealismo es una respuesta a la manera como, a inicios del siglo XX, la vida estaba diseñada para reducir la imaginación “a una especie de esclavitud, a una pobre visión del mundo que pone entre paréntesis nuestros sueños y nos condena a vivir en tres miserables tiempos verbales: lo que fue, lo que es y lo que será”.
A pesar de esto, el surrealismo no es la única influencia artística presente en la novela. Igual que las entregas anteriores de la trilogía, Cómo vi a la Mujer Desnuda… está estructurada como una historia policial. (No en vano uno de los personajes es el editor Marcel Duhamel, conventratado por Gaston Gallimard para crear la primera colección de novela policiaca en el mundo). En ese sentido, el libro también abreva de la tradición inaugurada por Poe con su célebre “Filosofía de la composición”. Para Poe, la obra de arte debe ser producto de una larga serie de decisiones, y ningún punto puede atribuirse a la intuición ni al azar: el creador construye el texto paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.
A primera vista parecería imposible conjugar ambas poéticas. Y sin embargo Pierre Le Noir, detective dedicado a investigar asuntos sin explicación racional, lo hace: si algo nos deja claro esta trilogía es que los mayores misterios de la vida sólo tienen salida cuando empleamos la imaginación además de la razón. En ese sentido, el arte tiene las mismas propiedades que El Fuego del Nilo, ese amuleto que carga Le Noir: abre aspectos ignorados de la realidad y la enriquece más allá de lo evidente. Para conjurar esas jornadas de horror en el pabellón de soldados desquiciados por la guerra, Aragón y Breton leían poesía por las noches.
“Las voces que llegan al mundo vienen y se van, así ha sido a lo largo del tiempo, pero antes deben aprender a contar una historia. Una historia que ellas mismas hayan vivido o soñado”, apunta un entrañable personaje en el capítulo 12 de esta novela. Sus palabras resumen una poética: la clave de la vida radica en aprender a contarla. Con esta trilogía, Martín Solares lo ha logrado.