Cuando me senté en mi platea del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo aquel miércoles 27 de marzo de 2013, jamás imaginé los logros que, media docena de ediciones después, alcanzaría aquel incipiente Festival Internacional de Música Clásica de Bogotá (FIMCB). Desde entonces, se ha realizado cada dos años durante la Semana Santa, salvo cuando se atravesó la pandemia y fue levemente postergado. Dedicado a algún compositor, período o entorno geográfico distinto en cada emisión, centró su primera programación en Beethoven; las siguientes estuvieron dedicadas a Mozart, la Rusia Romántica, la trilogía conformada por Schubert, Schumann y Brahms, el Barroco y la Belle Époque.

En su séptima edición, con la certeza de haber creado un público culto, informado y exigente, el FIMCB estuvo dedicado a la música de las Américas compuesta en los siglos XX y XXI. Para ello, el admirable y eficientísimo equipo capitaneado por Ramiro Osorio y Yalilé Cardona, ofreció 40 conciertos en diversos puntos de la ciudad entre la noche del miércoles 16 y el sábado de Gloria, a los que asistieron cerca de 20 mil personas y lamenté, una vez más, el carecer del don de la ubicuidad. El elenco era inmejorable y no fue fácil decidir, pero acabé decantándome por una docena de presentaciones. He aquí un breve recuento de tan suculento banquete.

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En escena la Orquesta Filarmónica de Bogotá dirigida por Roger Díaz-Cajamarca. Crédito:  X de la  Orquesta Filarmónica de Bogotá
En escena la Orquesta Filarmónica de Bogotá dirigida por Roger Díaz-Cajamarca. Crédito: X de la Orquesta Filarmónica de Bogotá

El programa inaugural fue la “Gala Lírica, Bogotá es América” a cargo de la Orquesta Filarmónica de Bogotá dirigida por Roger Díaz-Cajamarca, que contó con la participación de su Coro Filarmónico Juvenil y tres cantantes de primerísimo nivel: las sopranos colombianas Betty Garcés y Julieth Lozano, y el tenor Ramón Vargas, compatriota nuestro. Unas probaditas de Porgy & Bess de Gershwin y West Side Story de Bernstein antecedieron nueve canciones de media docena de países, desde las primeras notas de Summertime, Garcés se coronó como la gran figura vocal del Festival. ¡Qué vozarrón el suyo!... qué refinamiento y qué riqueza de dinámicas y fraseos, su Melodía sentimental, de Villa-Lobos, me conmovió profundamente.

Reconocida mozartiana, Lozano me quedó a deber: tendrá mucha gracia y desparpajo, pero se la comió una orquesta tan grande. Lástima, porque a ella le tocó recrear una de las canciones más bellas de nuestro continente, “A ti”, de Jaime León. Para mi dicha, días después pude escuchar nuevamente “A ti”, como encore en el recital de Vargas, quien, esta noche vaya que padeció la altura de la ciudad. Eso no fue lo peor, sino la canción que cerró la velada: “América”, un encargo que le hicieron a Julio Reyes Copello, cuya letra es una trasnochada concatenación de lugares comunes y, musicalmente, otro predecible cliché. ¿Será por eso que este señor tiene tantos Grammys en su haber?

A la Orquesta Sinfónica Nacional Checa y su carismático director Steven Mercurio les escuché un par de conciertos dedicados al cine: una “Gala Hollywood” que nos hizo recordar a James Bond, Rambo y la Pantera Rosa entre una docena de películas más, y un “Tributo a John Williams” que agotó el boletaje con niños vestidos de Harry Potter, papás emocionados al recordar el vuelo de E.T. y una sala delirante cuya penumbra fue cortada por el sable de luz que alguien blandió al escuchar las notas de Star Wars.

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Asistí también a tres conciertos de cámara. “América a dos pianos”, a cargo de Ferhan & Ferzan Önder fue de aquellos programas que “pasan mejor en el papel”, pues ya fuera Chick Corea, Rachel Grimes, los insufribles Four Movements de Philip Glass o su desguanzada versión de la Fantasía sobre Porgy & Bess de Grainger, todo les sonó parejo. Estilística y dinámicamente. Lo menos soporífero fue el Libertango de Piazzolla, que tocaron a cuatro manos. ¡Qué diferencia con el recital de Santiago Cañón-Valencia y Sergei Sichkov! En él, la paleta emotiva transitó de la melancolía vertida por Arturo Marquez en Lejanía interior, a la pasión volcánica de la Sonata para violonchelo y piano de Ginastera.

Al hablar de la propuesta del Cuarteto Q-Arte, Carolina Conti destacó “el privilegio de escuchar obras de dos relevantes compositoras latinoamericanas de nuestro tiempo (…) ambas exploran las raíces de sus culturas a través de la tradición musical en simbiosis con técnicas contemporáneas”. Tanta modernidad suele rebasar mi muy limitado entendimiento, y la mayor virtud que hallé en el Cuarteto palenquero de Carolina Noguera fue la brevedad, en tanto que, tras el Altar de Muertos de Gaby Ortíz, ahí presente, me enorgulleció muchísimo la ovación que le tributaron por esta obra cuya performance –máscaras y tenábaris incluidos- contribuye al paroxismo catártico de la acumulación tímbrica, recordándome la exitosa receta probada en sendas obras canónicas del repertorio nacional: Sinfonía India de Chávez, Sensemayá de Revueltas y Huapango de Moncayo.

No sé cuál recital de canto y piano disfruté más, si el de la extraordinaria Betty Garcés con canciones de “Amor y adoración”, o el ramillete americano ofrecido por Ramón Vargas quien, ya adaptado a la altura, estuvo espléndido, como nunca le he escuchado en México. Plenos de emotividad y sutilezas, rayando en lo sublime, ambos compartieron el privilegio de estar arropados por César Cañón, un refinado acompañante que me hizo lamentar aún más los pianazos del busca reflectores caribeño que aquí padecemos.

En lo que no tengo la menor duda, es en cuál fue el plato fuerte del FIMCB: la participación de la Orquesta Sinfónica do Estado de São Paulo, que brindó tres excelsos conciertos. En “Latinoamérica”, el primero, Thierry Fischer dirigió la Sinfonía 6 de Villa-Lobos y cerró con una apabullante lectura de La Noche de los mayas, de Revueltas. Entre ambas obras, Guido Sant’Anna fungió como solista de una rareza exquisita, el Concerto para violino e orquesta em formas brasileiras, Op. 107 n. 4 de Hekel Tavares.

Dirigido por Wagner Polistchuk, el “Concierto Amazónico” fue estremecedor. El Coro Nacional de Colombia y esa diosa con voz de terciopelo y oro que es Betty Garcés se sumaron a este mosaico urdido por Marin Alsop con partituras de Assad, Villa-Lobos, Krieger, Almeida Prado, Guimarães, Glass y Jobim, sobre el que Marcello Dantas elaboró el bellísimo e inquietante video que se proyectó simultáneamente. Nuevamente con Fischer en el podio, en el concierto de clausura, “Norteamérica”, contaron con el increíble virtuoso canadiense Marc-André Hamelin como solista en The Age of Anxiety de Bernstein y la Rhapsody in blue de Gershwin, antes de que la orquesta volviera a Bernstein para cerrar con las brillantes Danzas Sinfónicas de West Side Story.

Previamente, el Maestro Osorio y Yalilé Cardona habían anunciado la octava edición del FIMCB, definido por Ramón Vargas como “el encuentro musical más importante en toda hispanoamérica”. No sé a Ustedes, pero, a mí, no se me ocurre una mejor manera de conmemorar el bicentenario luctuoso de Beethoven que volver a Bogotá en 2027. ¡Dios me de vida para estar ahí!

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