Hogar es el lugar del que partimos

Aquí o allá, no importa dónde

T.S. Elliot (Cuatro Cuartetos)

Aproximación de José Emilio Pacheco


No fue hasta que la neblina, que había sido derramada por la diosa Atenea, se disipó, que Ulises supo que había llegado a Ítaca. Antes de eso, confundido, se había preguntado: “¿Qué tierra es esta? ¿Qué pueblo? ¿Estoy en una isla que se ve a distancia o en la ribera de un fértil continente que hacia el mar se inclina?”

Las preguntas, la neblina, la desorientación de quien llega a casa después de un largo tiempo (o la conmoción de haberse ido) y la ceguera de solo reconocer el hogar propio a lo lejos y no al pisarlo: así es como Homero boceta el dolor y el gozo de todas las llegadas (y partidas) del mundo.

A principios de noviembre, Small Table Collective, un colectivo internacional de once fotógrafos del que soy parte junto a María Prieto (con quien en 2017 fundé Proyecto Análogo), inauguró en Brooklyn la muestra I know this place, que congrega visiones individuales sobre la lejanía y el hogar, entretejiéndolas con una interpretación colectiva de la nostalgia.

Fue en octubre de 2022, en torno a una mesa de madera muy pequeña, en una azotea del barrio de Williamsburg, que Raine Roberts (Estados Unidos), Emile Kees (Inglaterra), Flor Crosta (Uruguay), Ana Aizer (Argentina), María Prieto (México), Roxane Moreau (Reunión), Cecilie Mengel (Dinamarca), Zoila Molina (Argentina), Federico Rabinovich (Argentina), Victoria Manzoli (Brasil) y yo tomamos la decisión unánime de agrupar nuestra visión fotográfica, movidos, entiendo ahora, por la necesidad de sentirnos parte de algo mayor y de ser reconocidos en una ciudad históricamente complicada de habitar.

Meses antes, todos habíamos llegado a una Nueva York post-pandémica (que, aunque había recuperado su ritmo habitual, aún estaba invadida por los fantasmas del encierro) para continuar nuestra carrera fotográfica en el International Center of Photography, específicamente asistiendo al programa de Prácticas Creativas. Como es natural en una escuela de pocos estudiantes, pronto nos fuimos conociendo hasta formar una amalgama forjada en la curiosidad y la incertidumbre, con Nueva York como escenario principal.

Desde el principio estábamos seguros de que el colectivo que decidimos formar, si bien tenía a la fotografía como centro (alimentada por otras prácticas individuales como el diseño, la literatura o el video), ésta era meramente un pretexto para mantener nuestra amistad. Al mismo tiempo fuimos adentrándonos rápidamente en una generosa comunidad de fotógrafos de diferentes contextos, que nos hizo entender mejor nuestro lugar en la ciudad y en la práctica. Conocimos, por ejemplo, a personajes como Allen Frame y Frank Franca, quienes llegaron a Manhattan a finales de los setenta y formaron un grupo de amigos artistas de todas las disciplinas, con el cual lograron superar, primero la crisis social y económica que aquejó a la ciudad al final de esa década, y luego las epidemias que azotarían sin piedad en la siguiente; también nos encontramos con la generación que les sucedió, la de fotógrafos como Brian Finke y Darin Mickey, quienes llegaron a la ciudad en los noventa y vivieron de primera mano los ataques del 11 de septiembre, la era Giuliani, la disneyficación de las calles y el olvido de los barrios industriales.

¿Y nosotros, quiénes éramos? ¿A cuál Nueva York estábamos llegando?

Todos los miembros de Small Table Collective nacimos en los noventa y somos híbridos que comprendemos lo digital, pero que sentimos una debilidad generacional por los métodos analógicos y mecánicos; llegamos a una Nueva York gentrificada (fenómeno del cual somos víctima y parte), a una ciudad con un sistema inmobiliario cada vez más hostil; a una ciudad cada vez más contrastada, que no es capaz de garantizar seguridad alguna a los migrantes que llegan cada día contándose por miles; a una ciudad que se debate entre la homogeneización y la identidad; llegamos a una ciudad sobrepoblada de símbolos e imágenes. Y fue, quizá, el hecho de llegar siendo extraños (para nosotros y para la ciudad) lo que nos hizo aferrarnos a la primera tabla que encontráramos en ese mar en movimiento.

Y ahí, al orbitarnos constantemente, al identificar que todos nos debatíamos entre la lejanía y la proximidad, buscando desesperadamente hacer de nuestros diminutos departamentos un hogar, nos reconocimos entonces entre todos, primero como amigos, luego como artistas. Ese fue el instante en el que verdaderamente llegamos a la ciudad, así como Ulises, quien no llegó verdaderamente a Ítaca hasta que fue reconocido primero por Telémaco, su hijo; luego por Argos, su perro; y más tarde por Euriclea, su nodriza, gracias a la cicatriz que de niño le dejó un diente de jabalí en la pierna.

No somos islas

El escritor español Andrés Barba inicia Vida de Guastavino y Guastavino con un epígrafe de Rem Koolhaas: “Nueva York no es una ciudad, es una conjetura”.

Durante los primeros meses, después de mudarme a la ciudad, tuve la idea recurrente de que había huido de casa para esconderme en una isla desierta, y que los límites de esa isla (Manhattan) eran también los míos. Me empeñé, entonces, en hacer largas caminatas durante mis días libres para encontrar y ver cara a cara los límites físicos de la isla. Era de esperarse: no encontré nada interesante. Los límites de la urbe que habitaba no eran más que bordes de cemento, madera podrida, pescados muertos o agua salada. Lo que yo creía que podría convertirse en un proyecto fotográfico interesante terminó siendo una mera conjetura, esa que Koolhaas sentenció con ironía y que me llevó a concluir que Nueva York no existe todavía, una frase siempre pensada en tiempo presente.

Y algo muy parecido sucede con ese momento sumamente específico al que llamamos hogar, que habita en las cuatro paredes de una recámara o en los límites imaginarios de una isla: visto de cerca, se torna en una pila de símbolos que, de tan cotidiana, pasa inadvertida. Hay que irse, separarse, ser quien vuelve, ser quien se despide, para ver todo a la distancia y entender un poco más: solo podemos reconocer Ítaca si estamos lejos.

A principio de este año, Flor Crosta trajo a la mesa la oportunidad de presentar nuestro trabajo en una muestra colectiva en la Casa del Lago (Haus am See) en Unterägeri, Suiza, y de inmediato encontramos que lo que el trabajo de todos tenía en común, a partir de nuestra llegada a Nueva York, era la búsqueda de nuestra identidad. Se trataba de una conversación entre lo próximo y lo lejano, que se materializaba en el cuarto oscuro con imágenes individuales que, vistas juntas sobre una mesa, intentaban desgajar nuestra noción del tiempo y lo que entonces comprendíamos por hogar.

Y fue ese hilo conductor del que tiramos para hacer I Know This Place, muestra que este noviembre, regresa a la ciudad donde partió: la dualidad de los espacios en las fotos de Ana Aizer; los elementos non sequitur en las imágenes de Cecilie Mengel; el símil entre lo físico y lo eterno en las fotos de Emile Kees; la ausencia y el vacío en las fotos de Federico Rabinovich; la certeza de la luz en las imágenes a color de Flor Crosta; la relación entre la memoria y lo que en ella permanece intacto, de María Prieto; el ciclo, el vaivén, el equilibrio justo en las fotos de Raine Roberts; el sentimiento de lejanía y la búsqueda de lo fantástico en lo cotidiano de Roxane Moreau; la necesidad de sentirse protegida en el trabajo de Victoria Manzoli; la búsqueda de refugio de Zoila Molina; y mi intento por comprender la infancia y los espacios derruidos.

Cada una de las fotografías de esta muestra representa una intención colectiva de mirar a través de esa neblina derramada en lo que dejamos atrás: en la infancia y en lo que no vuelve, en las grietas y en los pliegues de una tela. Esa misma neblina por la que Ulises no fue capaz de reconocer de inmediato su hogar, pero que le hizo plantearse las preguntas cruciales que le permitirían asimilar su llegada.

I Know This Place podrá verse hasta mediados de diciembre en Brooklyn Film Camera, en el 855 de Grand Street, en Brooklyn.

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