En La falla (México, 2024), desarmante docuficción de la cineasta brasileña en Cuba formada y docente de Estudios Culturales en la universidad jesuita Iteso en Guadalajara donde radica Alana Simoes (primer documental largo: Mi hermano 18; mediometraje documental previo: Del vino al Ártico 14, codirigido con Xavi Sala en España), la maestra de primaria Celeste Pérez Limón (ella misma) pregunta en clase qué es una falla, recibiendo de sus alumnos y alumnas de segundo año en el poblado jalisciense de Acatic inesperadas respuestas divertidas, concretas aunque reduccionistas (“Una falla es cuando se va la luz en el pueblo”) o certeras y redundantes (“Es cuando te equivocas en algo, y fallas en algo”), antes de explicarles lo que es una falla tectónica como la causante de la barranca cercana a la localidad donde habitan, sin embargo, en contraste, el aviso de que la profesora pronto habrá de ser transferida a otra escuela y sólo les quedan 23 días para interactuar y convivir, así sea una mala nueva suavemente deslizada (“Les voy a decir una noticia que es un poquito triste, pero es necesario que ustedes lo sepan, ¿se acuerdan que yo fui también su maestra de primero?, voy a seguir siendo su maestra de segundo, pero por muy poco tiempo”), sumerge en la consternación a todos los pequeños, sean el indomable riquillo travieso Iker Ortega, el demandante Mateo Camarena y la dócil rubita de cola de caballo Sarahí González, o los atentos Brandon Rivas, Karol Jiménez y Kanon Gutiérrez, entre otros infantes a continuación menos personalizados aunque tan vivaces como, por lo que juntos, profesora y pequeños, habrán de enfrentar esa decisión ajena y superior, sentida como arbitraria por ellos (“Pero eso es muy poco”/ “La vamos a extrañar”/ “Nos va a doler mucho”) pero jamás denunciada explícitamente como una injusticia educativa e institucional, sino como una tácita e innominable gran Falla ante la minimpotencia colectica (“¡Que se quede, que se quede!”), y habrán de pasar un casi completo mes de septiembre sobrecargado de experiencias exultantes o difíciles revelaciones decisivas que a todos y a cada uno, de distintas maneras, conmueven y estremecen, sin duda influidos y matizados por una señorial e insigne sutileza antifalla.

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La sutileza antifalla se inserta ubicua y acuciante pero casi invisible en la fila de adelante de una móvil cotidianidad escolar volcada a la contemplación vivencial de la enseñanza dentro de una cotidianidad llena de sorpresas en tono ínfimo y dominada por el universo del Juego, porque juego es aquí un plano cerrado de las extremidades de los niños cantando “Zapatito blanco, zapatito azul” (entre los que hay uno tramposillo que siempre quiere ser el ganón) y juego se vuelve la patria celebrada mediante un comunitario desfile callejero abanderado en uniformes impecables (entendidos éstos como camisa blanquísma bajo vestido a cuadros con peto o idénticos pantalones guangos) y disciplina inflexible, juego son los brincoteos expansivos en el patio y los invocativos dibujos garabateados, juego es identificar figurativamente la propia familia desintegrada (“Yo no tengo papá, mi mamá se peleó con él”), juego es identificar juegos marcados por una fotografía observacional nunca ostensible ni invasiva de Gabriel Medina Ruvalcaba (“¿Nos están grabando?”) y la edición de Dorian Rodríguez valorando y duplicando la delicadeza miniaturista de la realizadora.

La sutileza antifalla activa ante todo y se deja activar por el retrato de la omnipresente y nítida profesora Celeste, una noble mujer rústica al parecer predispuesta a todo en beneficio de sus alumnos y alumnas, indispensable eje motivacional y dispositivo propulsor de ellos, tan conmovedora y palpitante como el inolvidable maestro de clase única en el paradigmático e inspiradoramente desbordante documental cuequero El sembrador de la rigurosa Melissa Elizondo (18) o la ficcional maestra arrinconada en residuos ferroviarios Adriana Barraza de El último vagón (Ernesto Contreras 23), ambos sin saberlo premonitoriamente contagiados por la resiliencia femisísmica del documental Remover el corazón de la misma Elizondo (19), desde un principio fungiendo Celeste a un tiempo como portavoz de la lógica evidente (“Estamos en segundo año, lo que quiere decir que ya no son de primero”), puntual detectora esmerada de errores en clase, confiable árbitra de abusos y conflictos a la hora del recreo, descubridora de ignotos mundos conceptuales y sapiencias particulares, manipuladora justiciera en la dinámica psicológica de las cosas que me gustan y disgustan en la clase (detonadoras del bullying intestino) o persuasiva fallida del precoz machismo anticolor de rosa que por nefasto legado paterno sostiene ya un niño empecinado e imitador límite.

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La sutileza antifalla se lanza sin armas ni amarras reticentes a la experiencia a fondo de un drama alegre, una doliente experiencia pese a todo jubilosa a lo Jean Renoir, trátese del simulacro sísmico en dura memoria de aquél que precedió en escasos minutos al terrible terremoto verdadero del 19 de septiembre de 2017 (“Manitas a los lados, al punto de reunión”), o trátese del adiós colectivo a la maestra con desgarradora ceremonia en cero, apenas capturadas las caritas a cámara y los cuerpecitos derrumbados o en un video multitestimonial y evocado metafóricamente, al igual que el sismo, a través de espacios vacíos y tierras resquebrajadas, a imagen y semejanza de la ausencia de poder magisterial, porque “Se necesita el poder cuando se quiere hacer daño; de lo contrario, el amor es suficiente para hacerlo todo” (Charles Chaplin).

Y la sutileza antifalla deja la nostalgia del futuro como un simple eco entrañable (“Los recibí después de una pandemia, no sabían nada, les tuve que enseñar a leer, me sentí por primera vez maestra con ustedes”) y los niños reciben sus gotas de gel a la entrada para esperar en largo suspenso la llegada del nuevo profesor de relevo incógnito.

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