Quién me hubiera dicho, cuando asistí en 2009 a la primera ejecución de la Novena Sinfonía de Beethoven en Torreón, cuánto y para bien cambiaría su “tejido social”, entonces tan fragmentado. En aquella ocasión, el trayecto del hotel al Teatro Nazas no pudo ser más desolado. No vi un alma por las calles y había barricadas para salvaguardar a quienes ingresábamos corriendo al teatro. Hoy, la gente deambula tranquilamente y se ha convertido en “parada obligada” para las figuras del bel canto que visitan México. Hace un año, ahí tuvo lugar la primera presentación de Rolando Villazón tras 13 años de ausencia de su patria y, hace unos días, volví para escuchar a una de las sopranos más aclamadas del momento, la estadounidense Nadine Sierra (1988) y, de paso, asistir al merecidísimo homenaje que se le brindó al Maestro Ramón Shade, fundador de la Camerata de Coahuila. Les cuento:

Mi primer encuentro con esta carismática soprano tuvo lugar el lunes 4, en el Auditorio del plantel Mixcoac de la Universidad Panamericana, cuya Escuela de Bellas Artes dirige Gabriel Pliego con gran tino y sensibilidad. Es admirable como, en tiempo récord, ha incrementado el prestigio de la UP ya sea brindado apoyos a jóvenes de incuestionable talento, que organizando Masterclasses de primerísimo nivel, como la que impartió Nadine Sierra a media docena de alumnos activos y los varios cientos de interesados más, que abarrotamos el recinto.

He perdido el registro de cuántas clases de este tipo he presenciado y en cuántas participé. Lo que sí puedo asegurarles, es que uno sale más enriquecido cuando va como oyente que como participante, ya que puedes absorber todo cuanto se dice y estás menos nervioso que cuando tienes que plantarte en el escenario para interpretar ante una audiencia conocedora… ¡y una figura legendaria que siempre impone! Muchas veces, estos figurones se limitan a evocar anécdotas, compartir el estado de ánimo que les provoca la obra a revisar o –en el mejor de los casos- imágenes poéticas que poco resuelven los problemas técnicos con los que uno pueda llegar. Felizmente, Sierra habló poco y se abocó a resolver pragmáticamente las debilidades que detectó en los participantes, no dudando en quitarse los zapatos para ejemplificar una postura correcta, o en pedirles que le tocaran aquí o allá de su caja torácica, para sentir dónde tenían que apoyar o qué músculo mover para colocar mejor su emisión. Mejor no pudo ser la impresión que nos dejara como maestra.

Días después viajé a Torreón, donde Sierra ofrecería un recital en el Teatro Isauro Martínez, que está celebrando 95 años de su fundación y, con ella, se inicia el lustro de eventos internacionales con los que se conmemorará el centenario de tan pintoresco recinto. Justo esos días estaba realizándose la primera edición del Festival Mitote Lagunero, que tuvo lugar del 29 de octubre al 16 de noviembre. Realizado a iniciativa de Antonio Méndez Bigatá, cabeza del Instituto Municipal de Cultura y Educación de Torreón, y posible gracias al interés y respaldo del Presidente Municipal, Román Alberto Cepeda González y una gran cantidad de empresas locales patrocinadoras que, más que un festival, lo consideran “el inicio de una tradición que honra nuestras raíces, nuestra diversidad y nuestra capacidad de reunirnos en torno al arte”.

Su propósito es celebrar la identidad y tradiciones de la comarca, entendiendo al Mitote Lagunero como una gran fiesta comunitaria cuya programación incluyó teatro, música, danza, literatura, gastronomía y artes escénicas y visuales, sumando más de cincuenta eventos, y aunque lamento haberme perdido Giselle con el Ballet de Monterrey, nada pudo haberme hecho más dichoso que presenciar el Homenaje a Ramón Shade, quien es, en mucho, el artífice del esplendor musical que hoy se vive en Torreón.

Tras más de tres décadas al frente de la Camerata, agrupación cuya calidad y excelsitud es reconocida en México y el extranjero, sobre todo en el repertorio mozartiano, que Shade domina y conoce a profundidad, le dieron las gracias porque –aquí entre nos- no cedió al capricho de quienes querían imponerle una programación más popular y complaciente. Mal hicieron, porque, para eso, Coahuila tiene a la Filarmónica del Desierto

Durante su homenaje en “el Isauro” el lunes 10, el Maestro Shade dirigió la Obertura Leonora n. 3, de Beethoven, y la Sinfonía n. 2, de Brahms. Tras ello, vinieron los reconocimientos oficiales a quien –como me hizo notar Daniel Elizondo- “además de ser un muy querido director, es también un gran ingeniero, pues ha tendido puentes aquí y allá”. En su honor, los músicos tocaron Auld lang syne, esa emotiva canción escocesa de despedida, y el público le dedicó una ovación de más de cinco minutos. Entre vítores, alcancé a escuchar, “hay que aplaudirle más, para que no se vaya”. Pero ya les conté: no se fue… lo fueron. Hago votos porque, con el repertorio que decidan, no baje la calidad de la orquesta. Los zapatos que hereda Ethan Eager, su sucesor, no serán fáciles de llenar.

Un par de días más tarde, volví “al Isauro” para el recital que ofrecería Nadine acompañada por Ángel Rodríguez. Era, básicamente, el mismo programa con el que tanto hizo sufrir al Maestro Rodríguez cuando lo presentaron el domingo 3 en el Blanquito, pues la diva se esmeró en hacerlo sentir menos que su acompañante oficial y se retiró tras ensayar apenas tres de los números programados. Aquí el ensayo fue menos ríspido… y creo que le cayó el veinte, pues durante la función era la primera en reconocer el desempeño (¡y la paciencia!) de Rodríguez, quien con lo que ahora batalló más, fue con un piano cuya afinación se bajaba tan rápido, que hubo que darle una buena ajustada durante el intermedio. En fin: el pan nuestro de cada día con los pianos en este país –salvo el nuevo del Conjunto Santander, en Guadalajara-, ya todos están bastante cacrecos.

Eso sí, escuchar a Sierra fue una absoluta gozada. Bueno, casi… tanto en la primera parte, conformada con arias que podremos tachar de ser los highlights obligados del repertorio para su tesitura, como con las selecciones más ligeras que redondearon la velada, no quedó la menor duda de que estábamos ante una soprano “por todo lo alto”. Y digo esto con toda la malicia del mundo: sus agudos rebasan cualquier expectativa, pero quedó a deber en obras como la Melodia Sentimental de Villa-Lobos o Summertime, de Gershwin, que demandan la presencia de un registro grave, del cual carece.

Ahí, y en su cuestionable dicción en todo aquello que no fuera en inglés –su Estrellita de Ponce rayó en lo hilarante- radican sus debilidades. Menos mal que todavía es muy joven y, como ella misma reconoció al iniciar su Masterclass, “todavía me falta mucho por aprender, porque el aprendizaje nunca se detiene”. Así sea.

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