En Diamante salvaje (Diamant brut, Francia, 2024), bombástica ópera prima de la autora total parisina con estudios en artes decorativas y antecedentes como videoclipera y cortometrajista Agathe Riedinger (Paul Ange Martin 15, Ève 18), simplemente desarrollando su corto Espero a Júpiter (17), la ambiciosa aspirante a influencer tránsfuga de casas de acogida de 19 años pero aún virgen Liane (Malou Khebizi omnipresente) se agita en Fréjus al sur de Francia sólo para subir sus selfis sexies o minivideos erotómanos a Instagram y TikTok (donde ya cuenta con 50 mil seguidores) y vive al lado de una hermanita que la imita en todo Alicia (Ashley Romano) y de una encantadora madre emputecida que sabe explotar los deseos de sus sugar daddies Sabine (Andréa Bescond), suele cometer pequeños robos que ya le han permitido operarse los pechos e inyectarse con ácido los labios en flor, se la pasa bailoteando con sus desatadas amigotas Sthéphanie (Kilia Ferzane) y Carla (Léa Goria) y la rubia destemplada Jessy (Alexandra Noisier), sufre cualquier cantidad de acosos callejeros y camineros, mantiene a raya exhibicionista al casto noviecito que la adora Dino (Idir Azough), profesa la religión católica sin que nadie pueda sacarle el chamuco, se autotatúa el vientre y, un día inopinado, recibe en su celular el WhatsApp de Alexandra Ferrer (Antonia Buresi), la organizadora del célebre reality show Miracle Island (donde 15 chavas desconocidas deben conviven de manera forzada), quien se interesa por los materiales autopromotores que le ha hecho llegar, y la aventadaza Liane se acelera, acude a una impersonal entrevista donde es obligada a comportarse al gusto del interrogador invisible, siente que su futuro como influencer está asegurado, pero el tiempo de la espera resulta excesivo e intolerable, la trastorna, la exaspera, la socava, cede a los atractivos de un motociclista (Alexis Manenti), es atrapada robando, huye, se cuela en una fiesta de ricos, acepta un striptease particular por mil euros aunque se arrepiente a la mera hora y, al caer en el último grado de la desesperación, recibe por fin el mensaje ansiado que puede catapultarla a la fama, tras haber padecido una contradictoria espiral femidescendente.

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Crédito: Especial.
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La espiral femidescendente narra en síntesis la voluntaria construcción de sí misma en las pintorescas e inevitables condiciones actuales (dentro de la telerrealidad y el predominio de las redes sociales) como el pulimiento de un diamante en bruto, con toda la deliberación, la distancia, la dureza, la ironía, la amargura y la violencia consentida y propositiva que ello significa, muy por encima y por debajo del habitual tema del coming of age y su ya lugarcomunesca comedia melancólica irreversible, menos un retrato que una vivisección femenina, pues se empieza con el automodelaje del cuerpo propio como estallado objeto de atracción meramente visual, la ostentosa vulgaridad anómala por artificial y desafiante, los rutilantes mechones decolorados, los jeans cortos al límite, los senos reventando la blusa de malla ceñida, los falsos brillos, las inevitables caderas anchas, las relucientes piedras pegadas a los tacones altísimos, allí donde el ser y la apariencia se funden y confunden para mejor difundirse, el triunfo de la superficialidad y la ilusión existencial como única realidad y esencia, el narcisismo arrasante y el vacío encumbrando al objeto del deseo en el fracaso de la sensualidad propia y el fácil desgarramiento paulatino e imparable.

La espiral femidescendente sobrepone un prurito de magna estilización a cualquier tentativa de chantaje sentimental o golpe bajo melodramático, entre la sensación de autenticidad meridiana (tipo la inglesa Arnold de Fish Tank 09 a Bird 24) y el impulso desolado en crudo (al modo de los hermanos Dardenne de Rosetta 99 a Recién nacidas 25), donde dominan esa discreta fuga nocturna de Liane con su hermanita para que no perciba el forcejeo materno tras la puerta, el prolongado top-shot inmóvil en el que acuciada por un interrogador inmostrable la heroína semeja pasar por todos grados de la ignominia al gusto y de bondad/maldad a placer (“No queremos una chica buena-buena”), la furia desatada de Liane atreviéndose a cabo de varias semanas a presentarse clamando y exigiendo ante la desierta casa playera a que suponía ocupada por su seudocontratante Ferrer que ha dejado de responder a sus mensajes, el vértigo de los tracking-shots de la sorda captura y la huida por estamentos cuyas salidas conducen a otros estamentos, o el patético conato de striptease transgresivo.

La espiral femidescendente elabora así con cálculo cartesiano una inesperada defensa e ilustración de la perfecta naquísima europea, con atropellante o impávida fotografía de Noé Bach, una edición recurrente de Lila Desiles, una música incisiva de Audrey Ismaël y una neonaturalista dirección de arte de Astrid Tonnelier, vehiculando así alegremente al unísono el tema protofeminista rosselliniano de la derrelicción o el místico nivel extremo al que pueden llegar la desesperación y el autoabandono, para el que la solitaria infeliz inconsciente Liane funge como un equivalente o una reducción al absurdo imperante de la extranjera esposa de guerra Ingrid Bergman a punto de precipitarse al cráter activo del volcán Strómboli (49), sin que llegue a enterarse el abuso de letreros líricos que surgen al final cada stanza narrativa (“Te aniquilo, dónde está la humanidad, mi hermana, mi vida, no oigas”).

Y la espiral femidescendente parece invertirse de sarcástica forma ascendente al consumarse un hipotéticamente benefactor designio influencer, por encima de la veleidosa celebridad instantánea (“Vas a infundirles fe a millones”), al otear Liane por la ventanilla aérea rumbo a la realización de sus sueños luego de su descenso a los infiernos, cual relectura sagrada de un periplo interior/exterior en la enajenación absoluta (“La gente me va a querer, va a querer verme”).

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