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Este año se cumple medio siglo del surgimiento del Infrarrealismo, neovanguardia poseedora tanto de una ética como de una estética radicales, de la cual el exponente más conocido es Roberto Bolaño. Este escritor chileno, radicado en México en los años 70, pasaría de ser un auténtico fantasma dentro del medio literario a convertirse en uno de los mayores fenómenos editoriales del nuevo milenio y en un mito artístico, reconocido y admirado más allá de las fronteras del gremio letrado. A su popularidad internacional contribuyeron el otorgamiento de importantes premios de narrativa como el Herralde (1998) y el Rómulo Gallegos (1999), así como su temprano fallecimiento en 2003, a los 50 años.
Una de sus novelas más famosas, que le habría valido los dos primeros galardones mencionados, es Los detectives salvajes. Su importancia no solo radica en la popularidad adquirida y en la mitificación en tanto texto (que se ha extendido en la actualidad hacia el ámbito de la música, con menciones de su universo en canciones de artistas contemporáneos como Tino El Pingüino, The Guadaloops, Funky Pablo, etc), sino en las razones que posibilitaron que dicha importancia le fuera adjudicada, dentro de las cuales figura el hecho de que propuso una tipología de héroe que resulta muy atractiva para los artistas en general, esta es, la del creador interesado, más que en plasmar sus ideas y construir sus mundos personales mediante un soporte (dígase papel, cinta, lienzo, etc), en llevar lo literario y lo poético a la realidad.
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Es por ello que el carácter poético de los protagonistas de esta novela (y el propio movimiento vicerealista del cual forman parte) no radica en la literatura que dichos personajes escriben en el mundo interno de la novela sino en las acciones que realizan; en el deambular citadino y en los incesantes viajes que caracterizan a Ulises Lima, empedernido personaje que lee incluso en la ducha y que guarda correspondencia biográfica con el poeta Mario Santiago Papasquiaro; en las sesudas reflexiones teóricas y gramaticales que emprende Juan García Madero, joven que funge como narrador en varios y que guarda parecido con el chileno Juan Esteban Harrington; en las interminables y poéticas pláticas tenidas por Angélica y María Font en el contexto de las usuales tertulias caseras, que habrían sido inspiradas en reuniones concretas que tuvieron lugar en casa de las poetas Vera y Mara Larrosa; en las luchas revolucionarias a las que se une Arturo Belano, protagonista de la novela que guarda similitudes con Bolaño y que es delineado por este como un joven rebelde, pero, también, introspectivo y melancólico.
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La vanguardia poética conocida como infrarealismo (que en la novela es referido como viceralrealismo) tuvo sus orígenes a mediados de la década de los setenta con el encuentro e interacción de una veintena de jóvenes poetas con visiones de mundo hasta cierto punto afines, incluidos los anteriormente mencionados, que acordaron en cierto punto y conscientemente formar un movimiento. Tales convergencias tuvieron lugar en bares, fiestas y talleres caseros, lecturas autogestadas, cafés (entre los que destaca el ya en ese tiempo célebre La Habana) y, también, el taller poético de corte institucional que era comandado por Juan Bañuelos dentro de la UNAM, al cual varios infrarrealistas asistieron y, por haber tomado ante este una actitud crítica (que se materializó en una solicitud pública de renuncia al poeta chiapaneco firmada por varios), según la versión divulgada por algunos infras, fueron finalmente dados de baja y, en consecuencia, también serían señalados como revoltosos y excluidos de ciertos espacios institucionales (el episodio fue ficcionalizado por Bolaño en las primeras páginas de Los Detectives) — además, a esta lista de lugares fundacionales también habría que añadir la Casa del Lago frecuentada no solo por Bolaño y Mario Santiago, sino por otros importantes infra; Claudia Kerik, Rubén Medina, Pita Ochoa y José Peguero, así como, posteriormente, la casa de los escritores Efraín Huerta y José Revueltas, quienes prestaron hospitalidad e interlocución al grupo durante sus primeros años de vida—.
La diversidad de relaciones y de espacios involucrados en la etapa que antecede la constitución del infrarealismo nos da la idea de que no se trataba de una cuadrilla hermética de amigos y que este no comenzó ni continuó operando como un movimiento altamente cohesionado en el que sus miembros poseyeran homogeneidad de pensamiento/acción o actuaran juntos y fueran siempre a los mismos lugares. Sería más exacto decir que eso que vendría a ser conocido como infrarealismo comenzó a forjarse en espacios diversos (tanto dentro como fuera de las instituciones) donde ocurrían convergencias ocasionales, no siempre constantes entre jóvenes venidos de varios contextos pero que tenían en común, por ejemplo, la militancia política revolucionaria (unos, como el propio Bolaño, preso político por 10 días, se habían formado en el oscuro contexto de la dictadura de Pinochet, otros, como los hermanos Méndez en la Liga socialista y posteriormente en el PRT, partido de tendencia troskista, algunas influencias literarias (el movimiento peruano Hora Zero, los nadaístas colombianos, los tzántzicos ecuatorianos y los Beats norteamericanos) así como las consiguientes ideas de ruptura contra lo que era concebido como un monopolio cultural ejercido por los gobiernos priistas de la época a través de las acciones de ciertas instituciones y grupos intelectuales.
Si seguimos la versión del poeta José Vicente Anaya (quien, por cierto, no es mencionado por Bolaño en Los detectives), en cierto punto de 1975, dentro de su departamento, varias y varios poetas que después se asumirían como infras discutieron la necesidad de escribir un manifiesto para nombrar eso que ya se sentía en el aire. Bolaño no solo habría sugerido el nombre (inspirado en un relato de ciencia ficción de autoría del escritor ruso Georgij Gurevich titulado “La infra del dragón") sino que se habría autopropuesto él mismo para escribir sus lineamientos, alegando que era quien tenía más claro lo que se tenía que decir y que sería suficiente con que el resto firmara. Ante esta proposición, Anaya, que era una década mayor que la mayoría (poseyendo las condiciones para alquilar la casa que a veces prestaba para las reuniones) y que más que infrarrealista aspiraba a ser un anarquista, afirma, en una entrevista concedida a Heriberto Yépez, que se habría indignado y que habría sugerido que lo más correcto sería que cada uno de los presentes escribiera un manifiesto individual, a pesar de las inevitables contradicciones entre puntos de vista que tal forma de proceder traería. Más allá de la declaración de Anaya, no hay constancia de que esto haya sido tal cual. Lo que es un hecho es que, al final, Bolaño redactó dos manifiestos y Mario Santiago uno.
Pero, contrario a lo que usualmente se hace, esto no nos debería llevar a pensar que eran ellos quienes poseían mayor importancia dentro del grupo (el cual, contrario a esta lógica jerárquica, promulgaba valores como la búsqueda por la utopía y la revolución a través del arte), o porque el resto hubiera tomado una actitud pasiva (según sentencia Anaya). Me inclino a pensar más bien que, como defiende Pita Ochoa en una entrevista disponible en la web, la verdadera formulación del ideario del movimiento no vino con los cuatro manifiestos infra —escritos todos entre 1975 y 1977, y publicados posteriormente en revistas de poesía de circulación restringida como aquella publicación marginal que refiere Anaya hecha en 1976 en San Francisco (por intermediación de Elizabeth Bell) y Correspondencia infra, de 1977, editada por Rubén Medina y por Peguero) —sino, previamente, a través de comentarios orales dentro y fuera de la casa de Anaya.
Y es que, necesariamente antes de la aparición pública de los manifiestos, el espíritu infra ya habría comenzado a forjarse en el encuentro y la comunicación oral (mediante pláticas informales tenidas cotidianamente en una diversidad de espacios y, podríamos añadir también, a través de actitudes de ruptura desplegadas en el seno de los circuitos del establishment literario frecuentados por estos jóvenes poetas. La confrontación y las inevitables polémicas asociadas a los infrarrealistas les habrían valido ver metafóricamente hablando sus nombres anotados en las listas de poetas non gratos. Lo que significó que, para ciertas instituciones, no fueron sujetos ni de publicación ni de participación de ningún tipo, siendo sus nombres omitidos de las antologías poéticas de la época (no aparecen ni siquiera en las que se anunciaban como antologías contraculturales, como la de José Agustín).
Además de esta tendencia rupturista, otro motivo fundacional del movimiento fue el sentimiento de exclusión que constituye, al final, una consecuencia de esta y que, justamente, habría estado presente desde la época inmediatamente anterior a los manifiestos. La fama por ellos propositalmente incentivada (y, también, achacada por otros a fuerza de repetir y exagerar historias) derivó en una marginalización que, durante (y después de) los momentos previos a la escritura y publicación de los manifiestos, contribuyó a hacer sentir a los futuros Infrarealistas escritores fantasmas; hombres y mujeres que, aún poseyendo obra publicada ( la antología ya llamada infrarrealista Pájaro de Calor es de 1976), se volvieron invisibles por efecto de una voluntad tácita o explícitamente pactada de no verlos; seres poéticos que habrían sido condenados a que nada supiera la posteridad sobre ellos, y de cuya vida y obra, de no ser por la novela Los detectives salvajes, nada o poco se conociera (lo cual no necesariamente significa que esta les haya hecho por igual justicia); artistas infravalorados y desconocidos al grado de que incluso después de ser en cierta medida “rescatados del olvido” por la novela, aún algunos llegaron a dudar de su existencia concreta y otros, ni se diga, de su relevancia.
A raíz de esta experiencia de invisibilización, fundadora, es que surge la famosa metáfora, presente en el manifiesto de Bolaño de 1976 titulado “Dejarlo todo, nuevamente”, donde describe a los miembros del grupo como soles negros, cuerpos celestes oscuros que se contraponen a los luminosos y que no aparecen en “los mapas celestes ni en los de la tierra” pero que, pese a ello, (en palabras de Ramón Méndez) “ejercen inevitable atracción sobre materia y energía”. Así como también, siguiendo el otro tópico semántico que proponen los versos del manifiesto, “pueblos-invisibles” o, como corrige Ramón en el citado ensayo que es muy posterior y se titula “Rebeldes con causa”, “metrópolis invisibles”. Además de conducir hacia una semántica vinculada a la oscuridad (que significa tanto la negación y omisión hacia ellos infringida como la incomprensión e infravaloración de su poética) el espíritu de rebeldía juvenil sumado a los contextos de militancia política radical derivaron, a nivel estético, en algunas imágenes de contenido violento (como, por ejemplo, aquella famosa frase “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial” retomada del pintor surrealista chileno Roberto Matta y erróneamente tenida como parte de los manifiestos o algunos versos presentes en el manifiesto de Mario Santiago Papasquiaro que invitan a “CONVERTIRSE EN AGITADORES” y a “CONVERTIR LAS SALAS DE CONFERENCIAS EN STANDS DE TIRO”. Ellas, en realidad, no llegaron a tener una correspondencia tan radical en la vida concreta; quizá, la vez que quisieron llegar más lejos fue cuando hablaron de realizar un performance en el que irrumpirían en una lectura poética de Octavio y dispararían balas de salva al aire al grito de: ¡la poesía de Paz ha muerto”, idea que, al final, fue descartada pero que nos da una noción del sentido político radical ( no solo estético) de las transgresiones, a veces violentas, que se sopesaban en el interior del grupo (mismas que, dicho sea de paso, habrían provocado la deserción de no pocos).
A su vez, hablando de los principios éticos que aspiraban poner en práctica tanto en la vida como en las obras, existía un planteamiento sostenido por la mayoría de los infras que abogaba por oponerse a hacer del arte un oficio y a dejarse seducir, en este sentido, por el impulso de encuadrarse a una forma tenida por bella de escribir solo para ser aceptados en los pocos circuitos (editoriales) donde el arte puede rendir sustancial provecho económico, pues esto significaría ceder a la mercantilización e institucionalización no solo de su literatura sino de su propia vida. En cambio, se jactaban de llevar a la práctica aquella frase que el “abuelo” de Cuauhtémoc Méndez solía decir: "el escritor debe naturalmente ganar dinero para poder vivir y escribir, pero en ningún caso debe vivir y escribir para ganar dinero".
A su vez, proponían que la capacidad de hacer arte no estaba restringida a unos cuantos privilegiados que se hacen pasar por ungidos, sino que, más bien, constituye un bien inherente a los potenciales liberadores de cualquier humano.
Esta idea democratizante de no restringir ni la cultura, ni el arte (ni tampoco su belleza implícita) a lo que ciertos “grupúsculos academicistas y sectas reduccionistas” entendían (y estipulaban) por tales conceptos llevó a los infras a cuestionar dentro y fuera de los manifiestos, incluso, los soportes comunicacionales más tradicionales para la difusión y el resguardo de estos bienes simbólicos. Bolaño apunta como blanco de su crítica a los museos (denunciando, además, “un proceso de museificación individual"), la pintura (a la cual acusa de dejarse reducir a mero objeto decorativo), el teatro (que considera menos revelador que el simple hecho de transitar las calles citadinas), así como la arquitectura (a la cual pide que deje de diseñar escenarios hacia dentro y comience abrir las manos hacia el espacio de afuera). Mario Santiago Papasquiaro, por su parte, afirma que “LA CULTURA NO ESTÁ EN LOS LIBROS NI EN LAS/ PINTURAS NI EN LAS ESTATUAS ESTÁ EN LOS NERVIOS [sino] EN LA FLUIDEZ DE LOS NERVIOS” y aboga, en este sentido, por “UNA CULTURA / ENCARNADA / UNA CULTURA EN CARNE, EN SENSIBILIDAD”. A su vez, José Vicente Anaya afirma que, contrario a lo que algunos artistas piensan, el arte no se termina “cuando los publican o exponen sus obras” sino que permanece indisociable a la praxis humana misma, “donde crearse a sí mismo significa hacerse y deshacerse en una esencia vital...”
Este sentido poético vitalista (que es propio de una poesía encarnada en la vida misma y no meramente en las obras) es un factor común en la poética de todos los infras, quienes dieron más peso a llevar a cabo acciones poéticas en su día a día que a la muchas veces banal búsqueda por la belleza estética a través de las obras. Algunas de las acciones poéticas más radicales llevadas a cabo por los miembros de este movimiento, entonces, no constaron en versos sino en su propia carne; abandonarse siempre, vivir esa marginalidad por elección (evidenciando que ella no fue, como apunta Pita Ochoa, una condición de clase sino una opción por la cual muchos de ellos conscientemente optaron); cambiar de residencia y de país sin voltear casi nunca hacía atrás; deambular las calles citadinas leyendo sin detenerse con un libro en la mano—esto lo hacía habitualmente Mario Santiago Papasquiaro, quien, después de varios accidentes causados por esta costumbre de alto riesgo, murió atropellado en 1998— ejercer la poesía en la calle y, en algunos casos, dejarse consumir por el vicio, viviendo nada menos que en la indigencia sin aspirar a reconocimiento alguno—como pasó con Jesús Luis Benítez “el Búquer” que, en palabras de Anaya, se transformó en un teporocho, consumidor de alcohol de caña y chemo sin dejar, por ello, de ser poeta ( uno de tipo oral que continuamente deliraba en voz alta)—.
Esa impronta de ruptura y ese tipo de arte vitalista ejercido por el infrarealismo (o, como sugiere Yépez, por los infrarrealismos, en plural) — y que, a su vez, remite al legado de otras vanguardias precedentes (tanto latinoamericanas como europeas) — sigue influyendo hoy en nuevas generaciones. Con esta constatación, como cierre de telón de este texto, me gustaría anunciar una futura entrega en la que abordaré algunos de los llamados neo-infrarrealismos.
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