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La vida de los presos en la penitenciaría
2 de septiembre de 1920
Algo que no se ha dicho acerca de los reclusos de ese establecimiento penal
Por el cronista de policía de EL UNIVERSAL, Manuel Espejel y Álvarez
El cronista de policía avanzó en el amplio despacho del director de la Penitenciaría.
– ¿Qué desea usted?
– Que se me permita pasar esta noche en el establecimiento.
– Pero usted está loco. ¿Quién es?
El director pasó la vista sobre el individuo que tenía delante y reconociendo las acciones del caza-noticias exclamó, levantándose de su asiento.
– Pero amigo si está usted completamente desconocido en esas ropas. ¿De dónde las ha tomado?
– Es lo de menos; lo que me interesa es vivir por unas horas con los huéspedes de la prisión.
– Lo que usted me pide es casi imposible. Bueno. Allá usted; pero mucho cuidado.
Momento después el cronista trasponía las verjas de la prisión y era llevado a una de las crujías en donde se le encerró. Un sentimiento nunca conocido para el cronista invadió por completo su ser. Parecía como que había sido sepultado en vida.
El reloj de la prisión lanzó al aire seis campanadas, anunciando la hora fijada a los reclusos para salir de sus encierros. Los celadores, portando en sus diestras algunas llaves, abriendo celda por celda, pasando lista y enterándose de que nadie había aprovechado las horas de noche para escapar.
De aquellos cuchitriles que causan espanto para espíritus menos templados que los de los delincuentes, salían individuos de aspecto repugnante. Bostezando y estirando a uno y otro lado los brazos en desperezamiento miraban unos a otros, observándose las señales de fastidio, de aburrimiento, al tropezarse con los mismos sujetos, con las mismas caras.
Los celadores aparecen en las puertas de la crujía y van llamando uno por uno a los presos, haciéndoles caminar hacia el departamento de baño, en donde quiera que no, tienen que recibir el agua que se mece en los tanques.
Algunos entran con fruición, buscando un entretenimiento, otros miran con repugnancia el agua y con las carnes ateridas sólo obligados por el mandato de los vigilantes, pasan lo más breve posible por entre el agua, secándose con toda prisa para volver a vestir los uniformes de rayadillo que detestan.
Mientras los reclusos pasan al departamento del baño, otros celadores hacen un minucioso registro en las celdas de los presidiarios, encontrando en insospechables escondites, armas forjadas con toda paciencia, marihuana y una que otra botella con alcohol.
Los presos que saben de este registro, apenas regresan del baño, entran furtivamente al interior de sus celdas y buscan con ansia las armas con que defenderse o atacar a las substancias con que embotan sus sentidos. Cuando alguno de los reclusos se da cuenta de que le “han robado” los efectos en que pone más atención, sale con la cara contristado y con un ademán de desesperación. A ser posible y saber quién es el que ha desbaratado sus planes, se le abalanzaba para estrangularlo entre sus manos o cuando menos, propinarle una azotanía en venganza.
Pero hay sus excepciones entre todo ese conglomerado de gente delincuente; hay sujettos que por apatía o por imbecilidad, sólo hacen una mueca de desenfado al ver que le han sido quitadas sus armas o las substancias para sus vicios.
IV
El día avanza y el sol cae sobre la crujía, iluminando las sombrías celdas que sirven de alojamiento a los procesados.
Algunas celdas que habían permanecido cerradas se abren una vez que los celadores han descorrido los pesados cerrojos y aparecen los hombres más temibles de la prisión. Aquellos que por una mala mirada o por mala voluntad han cruzado con una navaja la cara de otros reos, o que forjan planes para conseguir su evasión.
Son los reos castigados debido a malos comportamientos y a los que se califica como reincidentes. Pues ni en el interior de la Penitenciaría olvidan sus instintos de rapiña o de sangre. Salen a tomar el sol.
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Atontados por la luz del vivificante astro, quedan por unos momentos inmóviles, quizás también sus articulaciones se niegan a obedecer su voluntad. Al fin comienzan a dar pasos en todos sentidos y envueltos en sus “cobijas” aspiran con ansia el aire y sus carnes toman un nuevo color al recibir los rayos del sol. Nada hay tan duro para un preso como el tenerle por muchas horas encerrado en las celdas, sin más consuelo que asomar sus caras por una estrecha ventanilla formada en la misma pesada puerta de hierro que se asegura por medio de un cerrojo exterior.
– ¿Cuánto tiempo llevas de estar aquí? pregunta el cronista a un sujeto de lacios bigotes caídos y de mirada extraña inquietante.
– Voy para cuatro años. ¿Y tú?
– Acabo de entrar.
– ¿En qué te ocupas?
El interpelado mira con sorpresa al caza-noticias y despectivamente contesta:– ¡En nada!
– ¿Y tu familia?
– ¡Qué sé yo! –dice– levantando la voz, en aire de reproche. En un principio mi mujer venía todos los días; después cada semana y ahora no sé dónde andará-
– ¿Y tu proceso?
– Tampoco me importa. No me han de hacer justicia.
– ¿De qué te acusan?, aventura el cronista que teme una negativa-
– Dicen que maté a un hombre; pero… todo esto qué te importa.
– Platico para pasar el tiempo. ¿Tú no te enfadas?
– ¿Por qué?
– Precisamente por pasar el tiempo. ¿Tú no te enfadas?
– Vaya qué tipo éste- Con lo que sales.
Aquel hombre bosteza, encoje sus piernas y queda sentado mirando con aire de estupidez.
V
– ¡Qué tal! ¿No está usted arrepentido?
– Un poco. Pero en fin a dónde me lleva usted ahora.
– Le voy a enseñar a usted algo que no es tan sombrío como las crujías. Venga usted a visitar los talleres y las escuelas.
El cronista salió de su encierro voluntario y guiado por el amable empleado de la Penitenciaría llegó hasta los talleres de herrería, carpintería, panadería, tejidos y curiosidades.
En el taller de zapatería reina una gran actividad entre los reclusos que aceptan trabajar para ganar unos cuantos centavos. Son muchas las personas que envían a la prisión sus botas para su compostura, fabricándose allí también calzado nuevo, que es enviado después a empresas o particulares.
Pero donde la atención del caza-noticias es mayor es en el taller de curiosidades. Efectivamente merece ese nombre, pues se observan objetos delicados que no se supone sean obra de individuos de toscas manos y violentos ademanes.
En una pieza donde se fabrican Kewpies, Chaplines, Gorditos y otros personajes en caricatura, un hombre moldea un busto del general Obregón. El parecido es perfecto; el que tal hizo es un artista.
Prisión femenil en los años 20
VI
– ¡Oh!, pero esto es muy distinto. Aquí hay plantas, flores.
– Sí; ésto es la ampliación de mujeres. Va usted a entrar al recinto que sirve de cárcel a la hembras.
Ante la vista del cronista apareció un gran solar con callecitas de cemento y en el centro dos prados por los que saltan algunas florecillas.
– Voy a conducir a usted a las escuelas.
El caza-noticias penetra a un departamento en el que reina gran limpieza. En las bancas permanecen sentadas varias mujeres que prestan atención a su maestra. Ante el pizarrón una humilde mujer dibuja algunos números y trata de resolver un sencillísimo problema.
– Fíjese usted en ese grupo.
En uno de los ángulos de aquel departamento, en bancas también se encontraban cerca de una docena de chiquillos de relumbrante tez y ropas raídas.
– Son los hijos de las presas y a los que se dan las primeras lecciones. Cuando sus madres salgan del presidio, ellos sabrán cuando menos leer y escribir.
VII
El cronista de policía salió de aquel departamento para dirigirse hacia una de las crujías en donde se encuentra una celda especial. La que ocupó años atrás Francisco Villa.
Durante la época de la Convención se ordenó fuera pintada aquella celda y se fijara una inscripción por la que se indica que allí estuvo recluido el “general Francisco Villa”.
La cama sujeta al muro permanece bien cuidada y según parece desde hace mucho tiempo no se hace uso de ella.
Después pasa el periodista a visitar otras celdas en las que los reos colocan recortes de periódicos, estampas religiosas, lamparillas ante la Virgen de Guadalupe o de la Soledad. Y para terminar el cuadro, prendidos aquí y allá retratos de mujeres con dedicatorias ilegibles.
La visita se ha prolongado y el cronista policía ansía poner los pies en la calle donde pueda respirar a pulmón lleno, lejos de asechanzas y miradas sombrías que hacen pensar en la tragedia.
Con qué gusto el periodista salió de aquel recinto, con qué placer trepó al coche que había de conducirle a su hogar en donde encontraría los brazos de un pequeño hombrecito que le espera para darle un beso. Allá en el interior de la prisión quedaban individuos que también contarán con un hijo que les espera y a quien tal vez no cargarán en sus piernas, alejados de su hogar, aislados de sus madres, de su familia. ¡Pobres hombres!