Un comentario burlón y despectivo sobre el cuadro Impresión, sol naciente, de Claude Monet (“Impresión, estaba seguro de ello, debe haber alguna impresión ahí. ¡Y qué libertad, qué facilidad de ejecución! El papel pintado en su estado embrionario está más acabado que esta marina”), escrito por el crítico de arte Louis Leroy y publicado en el periódico Le Chivari, dio nombre a uno de los movimientos artísticos más relevantes e influyentes de la segunda parte del siglo XIX: el impresionismo.
Dicho cuadro formaba parte de la primera exposición de los integrantes de la Sociedad Anónima de Pintores, Escultores y Grabadores (el propio Monet, Pierre-Auguste Renoir, Edgar Degas, Camille Pissarro, Paul Cézanne, Alfred Sisley y Berthe Morisot, entre otros), la cual estuvo abierta al público del 15 de abril al 15 de mayo de 1874 en el antiguo taller del fotógrafo Nadar, situado en el número 35 del Boulevard des Capucines, en el IX Distrito de París.
“Más allá del origen del término con que se le conoce, el impresionismo surgió no a partir de un manifiesto o una serie de premisas, como el futurismo, el surrealismo y otras vanguardias, sino de un modo más o menos espontáneo. En todo caso, el denominador común de todos sus integrantes fue su abierto antiacademicismo”, señala Sandra Zetina, investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.
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Salón de los Rechazados
El Salón de París era la exposición de arte oficial que desde 1725 organizaba cada año la Academia de Bellas Artes de la llamada Ciudad Luz.
“Basado en un juicio muy académico, un jurado dictaminaba qué pintores podían exhibir y cuáles obras se quedarían en el Salón de París y cuáles se pondrían a la venta, porque recordemos que, además de los artistas, a este salón asistían coleccionistas, marchantes e individuos que querían encargar una pintura determinada”, comenta la investigadora.
Sin embargo, desde 1863, por iniciativa de Napoleón III, existía también el Salon des Refusés (Salón de los Rechazados), que aglutinaba a los artistas que no eran admitidos en el Salón de París.
“Fue así como, inspirados por el Salón de los Rechazados, Monet, Renoir y compañía decidieron exhibir sus obras en el antiguo taller de Nadar. Los movía el afán de, por un lado, ir en contra del denominado art pompier (‘arte bombero’), muy burgués, casi fotográfico, que impulsaba y apoyaba la rancia Academia, y, por el otro, hacer uso de una plena libertad creadora.”
De acuerdo con Zetina, otro de los rasgos característicos de los artistas impresionistas es que tenían más interés en el color que en el dibujo.
“A ellos les atraían mucho las investigaciones sobre la física y la fisiología del color, así como el impacto de la luz sobre los objetos y los distintos colores. De ahí que, bajo la influencia decisiva de Turner y Delacroix, trataran de captar la luminosidad y las variaciones de color; es decir, la impresión visual de un momento, más que la realidad objetiva”, añade.
Escándalo
Aunque esa primera exposición en el antiguo taller de Nadar no reunió a todos los impresionistas (los cuales, por cierto, ya venían pintando de esa manera desde hacía 10 ó 15 años), la crítica se escandalizó con lo que vio, esto es, con la brillantez de los colores y los contrastes entre ellos.
“Incluso hubo quien dijo que la totalidad de esos cuadros integraba algo realmente desagradable, algo así como un vómito, porque era justo lo opuesto a lo que estaban haciendo los miembros de la Academia: pinturas bien moduladas, elaboradas con unas paletas que permitían pasar de un tono a otro sin ninguna violencia. Para el ojo de la época fue en verdad chocante enfrentarse a esos contrastes de color y a los temas abordados por los impresionistas”, indica la investigadora.
El plenairismo (del francés plain air, “aire libre”) —o sea, pintar al aire libre, tomando como inspiración los elementos y matices de la naturaleza— fue una práctica muy recurrente de los impresionistas y dio pie para que se crearan nuevos pigmentos (óleos) envasados en tubos colapsibles y para que los lienzos preparados, los caballetes transportables y las cajas para pintar al aire libre tuvieran un gran auge.
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“Ahora bien, los impresionistas no sólo pintaron paisajes naturales, sino también bodegones o naturalezas muertas, y escenarios populares como cafés, cabarés o prostíbulos de París, en esa época la ciudad cosmopolita por excelencia, la metrópoli mundial. Ahí está, por ejemplo, el cuadro El bar del Folies Bergère, de Édouard Manet. Por lo demás, las pinturas impresionistas parecen inconclusas o en proceso de elaboración, pero en realidad hay mucho trabajo detrás de ellas; están hechas con pinceladas muy libres que el espectador reconoce de inmediato”, refiere Zetina.
Reverberaciones en México
El impresionismo también tuvo reverberaciones en nuestro país. En opinión de la investigadora universitaria, Joaquín Clausell fue el pintor mexicano que mejor absorbió la sustancia, la esencia de este movimiento artístico.
“Asimismo, en algunos cuadros de José María Velasco, como Bahía de La Habana, de 1889, y de Diego Rivera, como Paseo de La Castañeda, de 1904, se pueden percibir ciertas estrategias y huellas impresionistas”, concluye.