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En el estéreo sonaba un villancico. Rodolfo aprovechó que nadie estaba dentro de la tienda para acostarse unos segundos en el suelo. Miró su reloj: era la 1:13 a.m. En Reynosa, las navidades son siempre frías. Y esa no era la excepción.
Rodolfo tenía casi cinco meses trabajando como cajero del Oxxo. Le había tocado “la novatada”. Como era el más nuevo en esa sucursal, su jefe, un anciano calvo y gruñón, le asignó el turno de Nochebuena.
—“¡Qué pinche mala suerte!”–pensó para sus adentros. Acostado en el suelo, Rodolfo se acordó de su familia. Para esa hora, como todos los años, su tío Alberto ya estaría ahogado de borracho. —“Todos están celebrando y yo aquí vendiendo cigarros y condones”—reflexionó Rodolfo, un joven de sólo diecinueve años.
Lo que más extrañaba de la fiesta navideña era a su papá. Pero a él lo extrañaba diario. —“Lo mataron Los Zetas”—les dijeron a Rodolfo y a su mamá en el ministerio público. De acordarse, lo invadió la rabia. Decidió que los asesinos de su padre eran unos desgraciados. No sólo lo mataron a sangre fría, sino que lo aventaron a la calle, en una colcha, sin mostrar el más mínimo respeto.
El asesinato de su papá le cambió la vida a Rodolfo. Tenía dos hermanos pequeños. Uno de cinco y otro de nueve años. Tuvo que dejar la escuela para ponerse a trabajar. El sueldo de su mamá no alcanzaba.
Rodolfo rompió en lágrimas. Recordó que en la mañana le había ayudado a su hermano Guillermo, el pequeño, a escribir su carta a Santa Claus. El niño no pidió juguetes. En su carta, escribió: “Querido Santa: este año me he portado muy bien. No he comido dulces a escondidas y he hecho mis tareas. Sólo quiero que traigas de vuelta a mi papá. Sé que tú puedes hacerlo.”
El descanso de Rodolfo fue interrumpido abruptamente. –“Dame una recarga de veinte y cóbrame estas papas”—murmuró una señora con un hermoso abrigo de piel. Después de darle su cambio, la señora se despidió. —Feliz Navidad, dijo. Rodolfo seguía llorando. La señora ni cuenta se dio.
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