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La muerte de Armando Vega , talentoso músico mexicano, ha provocado un giro en las discusiones sobre violencia de género en las redes sociales. El triste hecho señala que parte del fenómeno de trivialización de la violencia está también en asumir irreflexivamente que la víctima, por el hecho de ser víctima, siempre tiene la razón y la última palabra, y que el supuesto agresor es intrínsecamente perverso. A este fenómeno se suman las falsas generalizaciones que suponen que “todos los hombres son iguales” y “todas las mujeres estamos en riesgo latente”. No es poca cosa, además, que en este contexto nuestras instituciones se hayan ganado la fama de incompetentes, corruptas y hasta humillantes, y que la violencia sexual sí sea en efecto una realidad cotidiana con cifras verdaderamente alarmantes. Por eso hay tantas denuncias anónimas por los canales alternativos. Las mujeres tienen miedo de salir a la calle, de levantar la voz, de denunciar a sus agresores. Llevan en sus bolsos armas de gas pimienta disfrazadas de cosméticos.
La propia industria cosmética es prueba de que, por muchos años, nuestras sociedades han ido construyendo las telarañas que atrapan entre estereotipos tanto a hombres como a mujeres. La hipersexualización de los hombres los cosifica tanto como a ellas. Las estrategias de ventas que exhiben para ellos los cuerpos de las mujeres, también los están humillando a ellos. El consumo del amor romántico (Illouz, 2009) provoca tantas ganancias como Playboy (Preciado, 2010).
Nuestro México está cada vez más fragmentado y consumido. La desconfianza mútua entre personas, entre hombres y mujeres, entre clases sociales, entre “tipos” y “colectivos” cerrados al diálogo entre ellos, va dando pie a nuevas formas de soledad y de violencia. Hemos construido un laberinto entre falsas dicotomías y no encontramos la salida.
Las manifestaciones concretas de violencia sexual son solamente una de las formas en que se ha venido trasluciendo la violencia estructural de nuestras sociedades. Es, en efecto, una de las más preocupantes, pero lamentablemente hay mucho más violencia escondida debajo, agazapada.
El acoso de la víctima anónima que lo denunció y la muerte de Armando Vega son la punta de un iceberg que esconde una compleja combinación de violencias de todo tipo. Casi nunca la notamos porque es constante y nos distraen los sonidos de la superficie, pero está ahí: desde las violencias más sutiles en los chistes, canciones y dichos mexicanos, hasta las más variadas formas de violencia cultural, social, económica y epistemológica. Sin olvidar las nuevas formas de violencia de los linchamientos mediáticos y los viejos rencores. Todas estas formas de violencia se han sostenido en el tiempo en las profundidades porque estamos acostumbrados a reaccionar solamente a lo más visible, en la punta del iceberg.
La violencia cultural que permea nuestro imaginario colectivo lleva a los “machos” a identificarse con patrones de comportamiento inadecuados, a justificarlos, a acostumbrase a ellos y a transmitirlos, incluso ahora, a pesar de ser condenados por las nuevas generaciones. También está llevándonos a nuevas formas de resentimiento y revanchismo inaceptables. Atrapados como estamos en este laberinto, entre la hipersensibilidad y la violencia, la represión y la temeridad, entre las denunciantes anónimas y los acosadores.... avanzamos tratando de salvarnos, pero nos topamos con una nueva forma de violencia y otra y otra y otra más...y ellas se reproducen de las maneras más creativas, amplificando exponencialmente el laberinto. Vienen además en un formato dual, no tienen una sola cara.
Esta imagen del laberinto de la fatalidad me recuerda el ambiente creado por Rulfo en su cuento más célebre, El llano en llamas . Vivir entre tanta violencia nos insensibiliza y nos deja incapacitados para la vida moralmente responsable. En este caso la Revolución es lo que ha reducido a los personajes de Rulfo a la animalidad brutal. En su mundo no han logrado sobrevivir las emociones. No hay más lazos de solidaridad, no hay proyectos comunes, tampoco hay vida ética posible precisamente porque las facultades emotivas son las que coadyuvan a la estabilidad de la sociedad, generan la preocupación por el otro y animan a estrechar los lazos comunitarios y a construir el bien común.
Acostumbrados a la violencia que generamos, a la insensibilidad que nos impide ver el rostro del otro (mientras tomamos el labial-gas pimienta, cuando rechazamos un acto de micromachismo-galantería, cuando lanzamos un chiste-hiriente a nuestras compañeras, cuando violamos a una mujer, a un niño....) vamos también siendo las propias víctimas de esta espiral laberíntica autodestructiva, entristecidos y shockeados por las víctimas agresivas y los agresores-víctima. Atrapados, las unas y los otros, ante el puro deseo mimético desnudo, ahora en su versión digitalizada, sin nada que rompa esta espiral de violencia.
Según algunos, las mujeres del #MeeToo se solidarizan ante las agresiones que no paran, se procuran la mutua curación y consuelo, se escudan bajo el anonimato por miedo a una sociedad juzgona y ante la impunidad. Para otros, se mimetizan para querer ser parte de un colectivo; buscan con sus lentes de víctima un motivo para también poder denunciar a alguien, participar en el movimiento y justificarse. Denuncian, agreden y difaman también como efecto de la propia imitación, repiten irreflexivamente lo que repiten otras irreflexivamente. El efecto mimético de la violencia genera un círculo que solo termina con el sacrificio de un chivo expiatorio (Girard, 1985). Cualquier simiilud con la realidad es quizá resultado del juego de espejos en este laberinto, un revés, otra cara de una conocida moneda.
Pensar que los enemigos a vencer son los “varones” y que hay amenzas temibles en los discursos de las “feministas”, es minimizar los problemas que tenemos. Aunque lográramos, hipotéticamente, terminar con los actuales agresores sexuales, aunque sí les creyéramos y atendiéramos a las víctimas como es debido, no acabaríamos con la rabia. “Todavía quedan los perritos, aunque hayan matado a la perra”: es la declaración de Rulfo en El llano en llamas .
El fenómeno dual que presenciamos hace unos días y que rápidamente inundó las redes y la vida de los mexicanos, la denuncia-suicidio, representa una misma realidad violenta. Es la punta de un solo iceberg que sostenemos todos desde la estructura, de la cual todos somos víctimas y todos somos responsables de algún modo. Todos contamos, no hay que menospreciar el efecto de nadie.
Muchos menosprecian la función del bajista en una banda porque no es el protagonista visible de ningún acto. Armando Vega , por una vez, quiso que viéramos las cosas al revés. Su giro volteó de cabeza un viejo iceberg y provocó que, en su silencio, al fin notáramos por una vez la importancia de un buen bajista. Encargado de dar soporte a la banda, el bajista, justamente desde abajo, es quien aporta la base rítmica sobre la que se sostiene todo lo demás. La base armónica y la base rítmica que dan soporte y estabilidad a los músicos principales.
Nadie mejor que un buen bajista para enfatizar la importancia de los sustratos socioculturales y mostrarnos, ahora desde la cima de un iceberg centenario, la relevancia de los soportes que suenan desde abajo, pero que al darnos estructura, co-producen, constantes, el espectáculo del mundo.