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“Los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla”; y México y los mexicanos parecen ignorar todas las lecciones de su pasado cuando caminan en el presente hacia la polarización y la división entre compatriotas.
Nada ha sido más dañino para esta República que la fragmentación y el sectarismo entre los que piensan distinto, entre los que se asumen como defensores o críticos de un proyecto o de una figura política, y los que se debaten entre la esperanza y la incertidumbre sobre el futuro del país. Los peores momentos que hemos vivido como nación y como sociedad tuvieron siempre que ver con la división y la confrontación internas.
Si antes fueron los liberales contra los conservadores, los republicanos contra los imperialistas, o cualquier otro antagonismo político o ideológico que haya fracturado a los mexicanos y vulnerado al país que unos y otros disputaban, hoy el germen de esa misma división se asoma con discursos de odio y de descalificación entre quienes se asumen como agresivos defensores del proyecto político del próximo presidente, Andrés Manuel López Obrador, y quienes profesan un odio y hasta un miedo irracional a cualquier propuesta de cambio que provenga de la nueva clase gobernante.
Es la misma polarización que ya vivimos en las cuestionadas elecciones presidenciales de 2006, pero que está vez vuelve potenciada por la fuerza de las redes sociales. Un sectarismo simplificado y estigmatizante, con un tufo peligroso de clasismo socioeconómico que separa a ricos y pobres, empresarios y trabajadores, pueblo bueno y pueblo malo, privilegiados y jodidos, corruptos y honestos, izquierda y derecha, morenistas y prianistas; pero que al mismo tiempo atraviesa a la clase media y entremezcla los distintos niveles sociales a los que ya no distingue tanto por su poder adquisitivo, sino por sus posiciones públicas y políticas calificadas como “conservadoras” o “progresistas”.
La nueva división que aqueja a la sociedad mexicana se expresa y se descalifica como “chairos” y “fifís”, ya no sólo en las redes sociales y los medios, donde nacieron esas denominaciones atizadas por el lenguaje de odio, sino también en las calles, en las marchas, en los cafés, en las reuniones.
Unos admiran, apoyan y hasta veneran a la cabeza del próximo gobierno porque dicen abrigar la “esperanza” de una “(cuarta) transformación” de la vida pública de este país que promete y ofrece cambiarlo todo. y mejorar, al mismo tiempo, la crítica situación de la moralidad pública, la corrupción, la inseguridad y violencia, la ineficiencia gubernamental, la calidad de los servicios públicos, el salario y los ingresos, la distribución de la riqueza y, en general, todo aquello que tenga que ver con el bienestar y el avance de la sociedad.
Otros, aunque no están en contra de un cambio para mejorar, expresan sus dudas e incertidumbre hacia la figura del nuevo grupo gobernante a la que ven con recelo, otros con desconfianza y algunos hasta con temor. Con la misma vehemencia que los otros ven un futuro esperanzador, éstos pronostican un panorama oscuro y regresivo, una amenaza de dictadura y un caos en la vida pública con un gobierno desordenado y demagógico que agravará los problemas, en vez de resolverlos.
En ambos casos no se puede generalizar y hay distintos niveles de vehemencia e irracionalidad, pero en general los dos grupos incurren en el lenguaje agresivo que no distingue entre la crítica y el ataque, entre el desacuerdo y la agresión, entre el disenso y la descalificación. Y para ahondar el sectarismo y la segregación de quienes no piensan igual que ellos, en los dos bandos recurren al mismo lenguaje de odio en las redes sociales y pueden utilizar ya sea perfiles reales de quienes ejercen su libertad de expresión o perfiles y cuentas falsas (bots) que se utilizan para aplastar al contrario y generar tendencias virales o de opinión pública y política.
¿Hacia dónde y hasta dónde va a llegar esa polarización y esa división entre mexicanos? Es aún impredecible, pero la historia y la experiencia muestran que nada bueno puede surgir de esta nueva forma de separación y sectarismo que lejos de fortalecer a una sociedad, a sus aspiraciones colectivas y a la democracia, termina vulnerando y debilitando al país en su conjunto. A nadie le conviene una nación y una sociedad divididas, si acaso a los que piensan que para cambiar o mantener el orden de las cosas, hay que aplastar a los que no piensan como ellos.
NOTAS INDISCRETAS.
En un domingo peculiar, que refleja los tiempos de transición que vivimos, lo mismo salieron a las calles los que, al defender un aeropuerto cada vez más muerto también quisieron mandar un mensaje al próximo gobierno: las minorías también existen y cuentan y no toda la sociedad apoyará ciegamente cualquier acto de autoridad cuyos beneficios no sean suficientemente claros ni explicados. Al mismo tiempo, el principal partido de oposición en el país elegía un nuevo dirigente con voto de sus militantes, pero con un proceso que siempre fue desbalanceado y que reflejaría un aplastante triunfo de la alianza de grupos que respaldaron a Marko Cortés; y esa maquinaria panista fue la que empujó a un ex presidente de la República y militante de ese partido, Felipe Calderón, a renunciar al PAN y cuestionar todo en el partido que fundara su padre al mismo tiempo que anunciaba “una nueva opción ciudadana” que, todo indica, encabezarán él y su esposa Margarita Zavala. Y mientras en las calles unos gritaban “Texcoco sí, Maduro no”, en la plaza de toros uno de los principales impulsores de Santa Lucía y enterrador del aeropuerto peñista, Javier Jiménez Espriú, gritaba: “!Ooole!”. Así este México en transición… Los dados mandan Serpiente. Mal inicia la semana.