Una semana antes de oficializarse como presidente del país, Andrés Manuel salió a la arena del circo mediático, dispuesto a enfrentar por primera vez, ya de frente, y no retóricamente como hasta entonces, al tigre.
El señor Andrés Manuel salió al ruedo de arena en un traje austero de domador, botas serranas de segundo uso y traje gris y gastado de funcionario sin fortuna, en lugar del flamante traje rojo y negro que otros presidentes han usado en la misma ceremonia, en su diestra un gran látigo de cuero trenzado y en la siniestra una silla.
Y no bien hubo salido al ruedo, del otro extremo salió el largo y lento y tremendo tigre. Los ojos inyectados de sangre, rojos, las fauces abiertas mostrando los caninos de marfil picudo, el paso lento y cadencioso de su furia contenida y asesina.
Andrés Manuel levantó la silla, para mantener la distancia con la bestia, y con la otra mano alzó el látigo. Y lanzó el primer y formidable latigazo, que chasqueó una chispa eléctrica en su punta.
De la sección A de las gradas se alzó el grito:
—¡Domador, domador, te amamos domador, nuestro corazón es tuyo!
Y de inmediato de la sección B se alzó otro grito:
—¡Palero, palero! ¡Sin látigo, no seas cobarde, mariquita!
De la sección C se organizó la arenga de mil voces:
—¡Violencia no!, ¡violencia por favor no!, ¡si no lo atacas, el tigre se volverá un gatito! ¡Pobre gatito huerfanito, mira con qué susto te mira el pobre, matón!
El gatito lanzó un zarpazo al aire y luego un bramido, que derrotó la versión de que era un pobre gatito.
Y sin embargo, valiente, Andrés Manuel tiró el látigo a la arena e hinchó el pecho:
—Sin látigo, tigre, acá te espero —gritó.
La ovación se alzó en el pueblo que rodeaba el ruedo. La sección A gritaba:
—¡Eres un héroe!
La sección B gritaba:
—¡Te queremos muerto y mártir!
Un jeep del ejército entró a toda velocidad al ruedo. El general Cienguerras bajó del vehículo y con su vozarrón sentenció:
—Con un látigo, no, no sea estúpido presidente.
Y le entregó al domador un revólver.
—Mátelo en caliente, presidente —dijo Cienguerras.
Se cuadró. Y salió en el jeep.
El tigre cerró los ojos rojos. Los reabrió. Caminó hacia el domador, que le apuntaba con el revólver.
—¡No lo mates de un balazo, cobarde! —bramó la sección C. La sección A bramó: —¡Mátalo, mátalo! —La sección B gritó: ¡Sí, mátalo, tigre, mátalo, tigre!
Y una parvada de pajaritos cruzó el cielo chiflando:
—Ese no es el tigre, Andrés Manuel, el tigre es ese.
Y desde otro extremo de la arena salió otro tigre. Era negro. De ojos dorados. Era más bien un puma bajo el nombre de tigre. Ahora Andrés Manuel enfrentaba dos tigres con un revólver. Giró despacio en su eje.
—¡Mátalos!, ¡mátate tú! —gritó por turnos la sección A y la sección B, y la sección C gritó en cambio:
—¡Esos no son el pueblo, no los escuches! ¡Nosotros somos el pueblo bueno y sabio!
—¡Ese es el pueblo falso! —respondió el pueblo de la sección A.
Y el otro pueblo, el pueblo D, que hasta entonces no había gritado, gritó:
—¡El Chapo te manda este mensaje desde Nueva York: abre otra consulta, Andrés Manuel!
Los dos tigres giraron lentamente las cabezas para reconocer en las graderías tanta masa de bípedos gritones. Y bramaron al unísono. Y entonces, de un tercer extremo del ruedo, salió caminando lento, las fauces abiertas, los caninos goteando saliva, un magnífico león con un letrero colgado al cuello que decía: Soy un tigre.
En el centro del ruedo, Andrés Manuel fijó la vista por turnos en cada tigre, cada uno caminando sin prisa, consumiendo el espacio, despacio, hasta él.
El sudor perlaba su frente, anidaba en sus cejas blancas y tupidas.
Comentario. La escritora de esta fábula se llama Sabina Berman pero usted podría opinar que su fábula no es una fábula porque usa una metáfora que no embona con ninguna realidad, además de que realmente no es una escritora, es una agente de la oligarquía, o bien una agente pagada por el caos, o una amante perdida del domador, o una plagiaria de Esopo, o más bien de Kafka, y lo peor, sus letras le han hecho desperdiciar a usted diez preciosos minutos de su domingo para decirle algo muy impopular y destructivo: que la Democracia guarda en sí el peligro de desbaratar el lenguaje al grado de dejarnos inermes, como becerros, sin plan y sin sentido, ante los tremendos y lentos pero ciertísimos tigres de la realidad.