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#LaVozDeLosExpertos
“If we could build an economy that would use things rather than use them up, we could build a future.” —Ellen MacArthur
No hay duda alguna de que la mayoría de los que leemos hemos sido perceptivos al círculo virtuoso: ‘reduce, reusa, recicla’. Sin embargo, para pasar del conocimiento a la ejecución tenemos, todavía, varias barreras.
Así como en una elección todos tenemos que tomar la decisión de, por ejemplo, dejar de ver un partido de futbol para ir a cruzar una boleta (que, entre millones, representa un costo extraordinario para darnos un derecho todavía más extraordinario: el de poder participar en una economía circular), también podríamos hacer (y hacemos) esta y otras acciones a favor del ambiente. Sin embargo, por lo general, invertimos más energía en estudios de viabilidad que, a falta de voluntad, se utilizan como pretextos de por qué no reducimos, reutilizamos o reciclamos: plástico, gadgets, papel, vidrio...
Hay algo que preferimos ocultar detrás de cifras, en vez de digerirlo. Más allá de decir que el 32% de los plásticos que se producen están perdidos en algún lugar (tiradero, mar, microplásticos en nuestro organismo), preferimos cifras que nos hacen decir “el reciclaje no funciona”.
Si del 14% de los plásticos que se reciclan, sólo el 2% regresa a la cadena de valor de dónde salió, no se trata de #ruidoblanco espolvoreado sobre estadísticas. No quiere decir “dejemos de gastar el tiempo en buscar una solución”, al revés, dice: “alejemos la lupa para ver todo el bosque” del problema.
Es muy fácil caer en absolutos y, tal vez los medios de comunicación, tal vez los abogados o la gente que hace políticas públicas han encontrado un arma de doble filo en los mismos, pero convivir en sociedad no se trata de absolutos, se basa más en lo que dejamos pasar o lo que no hemos descubierto aún.
En este sentido la forma más importante que encuentro, hasta el momento, para atajar el problema de volver a utilizar tecnología es a través del diseño. Los productos que estamos comprando los vemos y se nos ofrecen como parte de un valor lineal, como la vida: se utiliza, se deprecia y se tira. Esto está mal.
Los productos perecederos son eso: al comer una manzana mi organismo la convierte en energía (para mi) y desperdicio orgánico. Si no se come, se convierte en desperdicio orgánico y energía. Un producto no perecedero utiliza energía para existir, se pone en una cadena lineal y cuando ya no funcione como queremos se convierte en contaminación.
Si quiero que no se vuelva eso, no hay absolutamente ninguna ley, norma, funcionalidad o certificación que facilite a la gente común y corriente (aquella que gasta la mayor parte de su tiempo libre en transportarse entre su casa y la oficina) recuperar algo, aunque sea paz mental, al dejar tecnología o plástico en un verdadero centro de acopio.
El verdadero tema es cómo hacemos para presionar a los que diseñan los objetos que compramos para que hagan productos pensados en una cadena de valor, no en una función que termina sin vida posterior.
Si una batería de un teléfono celular puede tener la misma forma que la de los nuevos controles remotos. Si la pantalla de un celular puede ser la pantalla de las nuevas bicicletas eléctricas. Si el envase de un bloqueador solar puede ser un vaso, un caballito de tequila que diga “recuerdo de la playa”...
Así como en una elección todos tenemos que tomar la decisión de, por ejemplo, dejar de ver un partido de futbol para ir a cruzar una boleta (que, entre millones, representa un costo extraordinario para darnos un derecho todavía más extraordinario: el de poder participar en una economía circular), también podríamos hacer (y hacemos) esta y otras acciones a favor del ambiente. Sin embargo, por lo general, invertimos más energía en estudios de viabilidad que, a falta de voluntad, se utilizan como pretextos de por qué no reducimos, reutilizamos o reciclamos: plástico, gadgets, papel, vidrio...
Hay algo que preferimos ocultar detrás de cifras, en vez de digerirlo. Más allá de decir que el 32% de los plásticos que se producen están perdidos en algún lugar (tiradero, mar, microplásticos en nuestro organismo), preferimos cifras que nos hacen decir “el reciclaje no funciona”.
Si del 14% de los plásticos que se reciclan, sólo el 2% regresa a la cadena de valor de dónde salió, no se trata de #ruidoblanco espolvoreado sobre estadísticas. No quiere decir “dejemos de gastar el tiempo en buscar una solución”, al revés, dice: “alejemos la lupa para ver todo el bosque” del problema.
Es muy fácil caer en absolutos y, tal vez los medios de comunicación, tal vez los abogados o la gente que hace políticas públicas han encontrado un arma de doble filo en los mismos, pero convivir en sociedad no se trata de absolutos, se basa más en lo que dejamos pasar o lo que no hemos descubierto aún.
En este sentido la forma más importante que encuentro, hasta el momento, para atajar el problema de volver a utilizar tecnología es a través del diseño. Los productos que estamos comprando los vemos y se nos ofrecen como parte de un valor lineal, como la vida: se utiliza, se deprecia y se tira. Esto está mal.
Los productos perecederos son eso: al comer una manzana mi organismo la convierte en energía (para mi) y desperdicio orgánico. Si no se come, se convierte en desperdicio orgánico y energía. Un producto no perecedero utiliza energía para existir, se pone en una cadena lineal y cuando ya no funcione como queremos se convierte en contaminación.
Si quiero que no se vuelva eso, no hay absolutamente ninguna ley, norma, funcionalidad o certificación que facilite a la gente común y corriente (aquella que gasta la mayor parte de su tiempo libre en transportarse entre su casa y la oficina) recuperar algo, aunque sea paz mental, al dejar tecnología o plástico en un verdadero centro de acopio.
El verdadero tema es cómo hacemos para presionar a los que diseñan los objetos que compramos para que hagan productos pensados en una cadena de valor, no en una función que termina sin vida posterior.
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