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Entre más me adentro en la investigación del impacto que causa la marginación de más del 50 por ciento de la población de nuestro país, especialmente en la megalópolis concentrada en el Valle de México, mayor se hace evidente que sus carencias arrasan y acaban con los más básicos derechos humanos.
Ninguno de ellos nació manchado con el pecado de esas carencias o la fortuna de nacer del otro lado de apenas un muro, pared con pared, en la mansión con piscina, jardinero y chofer. Y así, en esta megalópolis convivimos banqueta con banqueta los que lo tenemos todo con quienes apenas tienen qué comer.
Escuchaba decir en una entrevista a un renombrado personaje de nuestro acontecer público e intelectual, que existe una cierta “incomodidad” (creo que esa fue la palabra) de la población marginada. Es cierto, el personaje es reconocido por su enorme capacidad de navegación “política”.
Francamente, si hubiese sido yo, habría utilizado términos mucho más estruendosos: algo así como, desesperanza, ira, frustración, hartazgo…
Y es que en los círculos de pobreza y marginación en los que vive la mayoría de los habitantes de esta megalópolis, los impacta en tres planos de manera decisiva: el político/educativo, el laboral y el socioeconómico.
En el primer caso, en donde el Estado debía apuntalar, entrar con mayor fuerza y hasta ser acusado de “catequizar” con programas de educación y salud, y que son en los sectores más vulnerables de la población que lógicamente se ubican en las zonas marginadas, y en donde nada de eso se ha hecho.
En contrapartida, el gobierno local ha optado por otorgar subsidios, a través de programas sociales distribuidos a través de listas, que dan lugar al clientelismo y el sometimiento a líderes territoriales banqueta por banqueta, distrito por distrito, a cambio de un porcentaje “razonable”. Esto sin contar la afiliación por el apoyo distrital por cada trámite que deban realizar y que su diputado local les “facilite”.
En el segundo, la falta de oportunidades, especialmente para una población joven, que abre los ojos ante un mundo que no sólo no le abre puertas, sino que le cierra ventanas, y que sólo ofrece subocupación, empleos no dignos y explotación laboral, o que bien los induce a situaciones que desatan violencia social, familiar y social.
El tercero es causa y consecuencia de los que le anteceden: la pobreza y la falta de oportunidades desatan desmembramientos familiares (por necesidad de migrar o no poder sostener al conjunto de la familia unido), la crisis de valores, la exclusión y resentimiento social, contextos que son caldo de cultivo para la violencia familiar, escolar o social y que a su vez son originadas por el incremento de las enfermedades mentales cómo el estrés, la depresión, la ansiedad y otras muchas más.
El esquema resulta lo suficientemente claro cómo para dejar constancia de un vínculo entre la pobreza/falta de oportunidades y los diversos tipos de enfermedades y la violencia, y que la responsabilidad del diseño de estrategias para contrarrestar la inseguridad que nos abate es del Estado.
Pero si los que tenemos la capacidad de leer unas líneas y asentir o disentir con lo escrito, somos capaces de darnos cuenta de que lo que está en juego no sólo es la dignidad y esperanza de más de once millones de mexicanos que sobreviven en el Valle de México, sino la supervivencia de nuestra familia y la propia, entonces tenemos mucho camino por delante, y como dijo Lao Tse: “Todo viaje, por largo que sea, comienza por un paso”.