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¡Cómo me divierte este periodo de intercampaña! Todos nos recluimos temerosos ante las veleidosas e indescifrables reglas establecidas por el Instituto Nacional Electoral —que ni bien define lo permitido o lo prohibido en estos días de ayuno electoral—, sin saber si permiten las tragicomedias irrisorias, permitiendo a los medios narrar sus patéticas historias, apenas explicables para los rebaños enceguecidos, que ven, pero no piensan.
Todo está bien, porque a su mesías lo han santificado como Santo Tomás, y es más que una comedia de enredos en la que el diablo optó por disfrazarse de bueno.
¡Wow! Si fuese película, ganaría el Oscar no sólo al mejor largometraje extranjero, sino al mejor film de todos los tiempos. Basta acercarse al mesías para redimir sus pecados, por mandato del redentor que todo lo expía.
Es inaudito que personas no se atraganten con las camaleónicas transformaciones de Gabriela Cuevas, Cuauhtémoc Blanco o el Partido Encuentro Social. Que no cuestionen el reencontrado respeto del senador (o ex senador) Roberto Gil Zuarth, o la reivindicación y santidad del líder sindical minero Napoleón Gómez Urrutia, al que han designado candidato plurinominal al Senado, por Morena.
Hemos llegado al colmo de escuchar y tolerar, como se escucha a un sacerdote, de la inminente necesidad de promulgar una “constitución moral”. ¿A qué Dios le rezamos para librarnos de tanto mal? Entretranto, sorprende que la corrupción sólo se centre en la clase política.
No me malinterpreten. Coincido plenamente en incluir en toda agenda política ese problema como prioritario, sin embargo, la solución tiene que ir acompañada de un plan que involucre a todos; y eso involucra necesariamente al sector empresarial. La gran pregunta es por qué de ellos nunca se habla.
Por qué al hablar de corrupción nunca se involucra a las empresas o los individuos que son parte y cómplices de cualquier contrato de obra pública. Los exculpamos “porque tienen que pagar el diezmo”, sin plantearnos la posibilidad de que son los generadores de la corrupción con tal de ganar la obra.
Curiosamente, con corrupción no aplica el dicho de que “tanto peca el que mata a la vaca como el que le agarra la pata”.
En el asunto de la corrupción hay por lo menos dos partes: una, el funcionario o gobernante que otorga una concesión, prebenda, contrato o una decisión que favorece a un tercero a cambio de un beneficio; y un tercero que está dispuesto a pagar ese beneficio por obtener la concesión, prebenda, contrato o decisión del funcionario.
Ese tercero “beneficiado” puede ser: a) otro funcionario o gobernante, b) un miembro de la familia del funcionario o gobernante o algún amigo o prestanombres —en cuyo caso es para enriquecimiento personal; o, c) en muchos casos, una empresa o individuo.
Lo cierto es que la corrupción es un mal sistémico, empero, para la opinión pública es atribución exclusiva de la clase política. Y es así porque en el imaginario popular no importa que para vender en las aceras o en las esquinas sin contar con un permiso, los ambulantes prefieran pagar “mordida” a los secuaces de los delegados para seguir vendiendo, eso no es corrupción. Como no son infinidad de actividades que diariamente realizamos aun a sabiendas de que son contrarias a las normas.
El hecho es que a ojos de la “opinión pública” y como agenda política, el problema de la corrupción es exclusivo de la clase política, o así nos lo ha hecho creer la élite que más se ha beneficiado de esa corrupción.
Esta élite utiliza la propaganda, con la intención sistemática y deliberada de conformar percepciones, manipular conocimientos y dirigir comportamientos para obtener el resultado deseado. Y no, no me refiero a la publicidad sino a la “Propaganda” conforme a lo expuesto por Edward L. Bernays:
“La manipulación consciente e inteligente de los hábitos organizados de las masas es un elemento importante de cualquier sociedad democrática. Aquellos que manipulan este oculto mecanismo constituyen el gobierno invisible que es el verdadero poder de nuestro país”.
Siguiendo esta línea de pensamiento, el renombrado teólogo y politólogo estadounidense Reinhold Niebuhr explicaba que la persona promedio es demasiado infantil y estúpida para saber lo que es bueno para ella, y que para mantener las instituciones democráticas se requiere de la manipulación ideológica y religiosa y que es correcto porque es por su propio bien.
Considerando lo anterior, propongo que, en la siguiente exposición de la plataforma política de cualquier aspirante a un cargo de elección popular, cuando se refiera a frenar la corrupción, le propongamos nos explique a qué tipo de corrupción se refiere: a la de la clase política, a la del sector privado o a la sistémica, no vaya a ser que nos tilden de estúpidos. Porque tratándose de corrupción hay muchos tipos y vienen en todo tipo de disfraces, y en México somos maestros para diseñar los mejores trajes para engañar al mejor supervisor.