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Conversar es tarea del espíritu humano, es el privilegio de la especie. Es el intercambio de banalidades o emociones o circunstancias o ideas. Conversar nos es natural y necesario. Por eso una de las modalidades de las aplicaciones para los celulares de la vida contemporánea es crear grupos donde se dé la impresión de la conversación. Astucia de quienes crearon estas aplicaciones que hasta el verbo en inglés se impuso… estar chateando. La palabra es corta, fácil y coloquial. Se parece a charlar, que en nuestro español mexicano suena pomposo: platicar sería su sinónimo más natural. El caso es que el chat, cuando no es entre dos o tres, y se crean los grupos para una tertulia virtual permanente, se puede desvirtuar. Me refiero a perder su esencia de intercambio de asuntos, circunstancias o de apapacho, de reunión donde se hace un alto en el camino y surgen anécdotas, dilemas serios, carcajadas. La ciudad y su desproporción nos quitó la posibilidad de la tertulia, de las reuniones que tenían nuestros abuelos o padres y nosotros mismos hace algunos años en un lugar, cierto día, a tal hora para pasar un rato. Mi abuelo iba al café Auseba de la Zona Rosa hasta la tarde del día de su muerte. Los habituales le fueron mermando, y se incorporaron unos más jóvenes para acompañarlo con el cortado (eran unos de los mejores) y la conversación de media mañana, a lo español, claro, porque José Maroto era andaluz. Venga de donde venga el placer por el alto y la plática (y la hora o modalidad), la ciudad es madre de la tertulia. Otra palabra enjundiosa, recuerdos de lo humano que hay en nosotros que el aparato de luz intensa, el adminículo que nos ata, nos comunica, nos resuelve, el celular con carácter de indispensable, nos ha quitado.
Comprendo la esencia práctica de formar un grupo para ciertos acuerdos o noticias, un grupo de cierta dimensión (más de cuatro ya se complica). Sobre todo el grupo con fecha de caducidad para resolver algún evento, circunstancia, momento que requiere al grupo comunicado, a veces con carácter de obligatoriedad. Pero el numeroso que se forma por placer, y donde ocurre una conversación permanente, sin acotación de asunto, temporalidad, hora del día, puede volverse un cargante ruido de fondo. En lugar de comunicarnos, da la sensación de que nos hemos perdido de algo a lo que no le vamos a poder seguir el hilo: volteamos a la pantalla y se han acumulado 112 intercambios. Si queremos estar al tanto hay que dedicarle un tiempo proporcional, y la conversación ya no se dio porque era el momento, chateaban, mandaban chistes, alguien pedía un dato. Números elevados de conversaciones perdidas me producen vértigo, es como un recordatorio de que no fui al café las muchas veces que el resto estuvo allí: me perdí de algo, de la reunión. Pero resulta que la reunión la llevo en la palma de mi mano, sin rostros ni gestos, palabras que van o vienen sin concierto de la hora del día y el momento. Una tertulia desparramada y a veces insensata. Quizás la peor parte es que uno tiene cruda moral por no revisar los 112 mensajes, donde a lo mejor hay un real apuro por parte de alguien, se precisa mandar sangre, condolencias, felicitaciones, y uno está afuera del ring mirando el avance de los números. (Otro cortado, por favor, el meneo de la cuchara, mirar a la gente y no decir nada, contarse cosas, reunirse unos cuantos, más de seis se dificulta la conversación. )
No se piense amarga mi reflexión, hay momentos divertidos y muy ingeniosos, y la cercanía y la inmediatez cuando hay distancia geográfica es un bálsamo. El chat grupal puede ser un recreo si el número de personas y el tiempo dedicado es corto, pero cuánto más preferiría la posibilidad del encuentro en el café para compartir la voz y el gesto en esa conversación que nos recuerda que hacer un alto y dar tiempo, lo que nos hace humanos, es más necesario que el celular.