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Tras recorrer 700 km, una caravana —hombres, mujeres y niños— que partió de San Pedro Sula, en Honduras, el 13 de octubre, llegó a la frontera sur de México y forzó su entrada a nuestro país y se mostró dispuesta a caminar otros 3 mil km hasta llegar a la frontera con Estados Unidos, a donde buscarán ingresar como asilados o indocumentados que huyen del crimen y de la pobreza. Sin embargo, el gobierno de Donald Trump ya les advirtió que ni lo piensen, que los considera una amenaza a la seguridad estadounidense y les impedirá la entrada.
De haber ocurrido una situación similar entre 1822 y junio de 1823, se le hubiera tratado como migración interna, pues tanto Centroamérica como el sur norteamericano eran parte de la recién nacida nación mexicana. Pero hoy es un problema internacional y social profundo que involucra a Estados Unidos y a países latinoamericanos situados en la zona periférica de la gran potencia. Desde hace un siglo, la migración del sur pobre al norte rico en nuestra región, ha dado lugar a problemas diplomáticos, políticos, económicos, sociales y culturales serios. Y la situación se ha complicado aún más desde que a Estados Unidos lo encabeza un “nacionalista blanco” (white nationalist), xenófobo y racista, que considera la existencia misma de comunidades latinoamericanas en su país, especialmente si son indocumentados, como una amenaza a su seguridad y, posiblemente, a su esencia como sociedad blanca.
De acuerdo con el Pew Research Center de Washington, en 2016 en Estados Unidos vivían 44.7 millones de personas de origen extranjero: 13.5% de la población. Se trata de un porcentaje alto si se le compara con el 4.7% de 1970, pero no tanto si el punto de comparación es el 14.8% en 1890. De ese total, se calcula que 76% tiene su estancia legalizada, pero 11 millones no, y es sobre ellos que se ha volcado la furia “justa” del “nacionalismo blanco”.
Estados Unidos es una nación de migrantes, pero en el pasado la mayoría provenía de Europa. Ya no es el caso. Del total de su población nacida fuera, 26% es de origen mexicano y otro 25% de América Latina y El Caribe. Apenas el 13% proviene de Canadá y Europa. Esto ha creado una situación políticamente muy explotable para quienes, como Trump, alimentan una base política susceptible a las ideas y valores del “nacionalismo blanco”.
Los medios que hoy siguen a la caravana de centroamericanos reportan que está integrada por pobres muy decididos a correr riesgos y padecer penurias con tal de escapar a un contexto de gran violencia y ausencia de oportunidades. Y si marchan como multitud, es para protegerse de la brutalidad del crimen organizado en México. Sin embargo, no deja de llamar la atención que el evento tenga lugar cuando la estación no es la más propicia para una caminata a cielo abierto, pero sí la más oportuna para que las imágenes difundidas por la televisión puedan servir a Trump para presentar a esa multitud como una horda bárbara que amenaza a Estados Unidos. Y que él, Trump, se presenta como el salvador de su país, justo en vísperas de elecciones legislativas que pueden reforzar o debilitar su poder. De acuerdo con The New York Times (24/10/18), la idea inicial de la caravana provino de la izquierda hondureña para exponer la incapacidad del gobierno de derecha Juan Orlando Hernández, pero al final le vino como anillo al dedo a Trump. ¡Tiene suerte!
Independientemente de su origen, es claro que la caravana ha colocado a México entre la espada trumpiana y una marea migrante que se niega a ser detenida por fronteras y burocracias. ¿Qué hacer ante un problema que no tiene una solución clara? Pues administrarlo de tal manera que no deje una marca negativa en nuestra relación con Estados Unidos y o con los vecinos del sur.
En Twitter Trump echó en cara a México que no detuvieron en su frontera sur a los migrantes que forzaron su entrada. Y es que, desde su posición, simplemente no le conviene reconocer que exigirle públicamente a Peña Nieto usar la fuerza contra los migrantes vecinos es, políticamente, mucho pedir. Tampoco le convenía reconocer ahora que, en la práctica, México ya funciona como una primera y gran barrera de contención de los migrantes centroamericanos, pues de 2015 a la fecha, nuestras autoridades han detenido y deportado a más nacionales de Guatemala, Honduras y El Salvador, que los propios Estados Unidos: 436 mil 125 frente a 293 mil 813 (EL UNIVERSAL, 21/10/18).
En esta coyuntura, el gobierno y la sociedad mexicana tenemos la oportunidad y obligación de actuar en relación con la inesperada caravana de centroamericanos sin miedo a las amenazas de Washington y sí, como quisiéramos que los estadounidenses actuaran frente a los migrantes mexicanos sin documentos, que cruzan hacia Estados Unidos impulsados por las mismas razones y esperanzas que los vecinos caminantes del sur.
Hay en México quienes piden, como Trump y los suyos, sellar nuestra frontera sur e impedir la entrada a quienes “vienen a quitar empleos” y cosas peores. Es de desear que, finalmente, se impongan, como respuesta memorable, no la xenofobia ni el clasismo, sino la solidaridad, de la que ya han dado muestra quienes les han dado ayuda en el camino. Sería una bofetada con guante blanco a la brutalidad del trumpismo, y de la que podríamos sentirnos orgullosos.
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