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De ser justa la caracterización de Donald Trump hecha por su entonces jefe de personal, el general de marines John Kelly —“El presidente no entiende nada. No tiene ni idea de lo que habla”, “Es idiota. Es inútil intentar convencerle de nada. Ha perdido el juicio. Estamos en Loquilandia” (Bob Woodward, Miedo. Trump en la Casa Blanca, Barcelona, Roca Editorial, 2018, pp. 341 y 316)—, entonces ¿cómo darle sentido al hecho que la democracia más consolidada —Estados Unidos— tenga a semejante personaje como su presidente?
Tampoco es fácil explicar que en Francia se haya elegido en 2017 con el 66% de los votos a un personaje como Emmanuel Macron, un joven ex banquero partidario de la economía de mercado pero sin un partido en que apoyarse cuando se lanzó a buscar la presidencia, y que hoy París sea escenario de repetidos choques violentos entre la policía y manifestantes que son mezcla de varias corrientes políticas, sin líderes visibles pero todos empeñados en echar a Macron del Palacio del Elíseo por considerar inaceptables tanto sus reformas impositivas como su estilo personal de gobernar. ¿Como entender que, ante las concesiones de Macron en materia de precios de combustible y del salario mínimo, el enojo continúe al punto que hasta los estudiantes cierren sus institutos y se manifiesten por miles contra la reforma educativa?
Aquí, en América Latina, la derecha brasileña apoyó la candidatura presidencial de Jair Bolsonaro, un ex capitán de paracaidistas y que la prensa internacional no vacila en calificar de ultraderechista (El País, 29/10/18). Y es que buena parte de la clase media y alta da por bueno su proyecto de gobierno, bastante primitivo y demagógico, y que es una reivindicación de la política de la dictadura militar de los años 1964-1985, años de anticomunismo, antidemocracia, Guerra Fría y violación de los derechos humanos. Con 55% del voto, Bolsonaro, abiertamente apoyado por los grandes medios lo mismo que por los evangélicos, se montó en la ola de malestar provocado por la caída de las exportaciones en el mercado global de commodities, en los escándalos de corrupción de la izquierda cuando tuvo el poder y en la violencia criminal para derrotar a quien proponía seguir con proyectos tan razonables como la batalla contra el hambre.
Los ejemplos citados, a los que se puede añadir el Brexit, Italia, Putin, Maduro, etc., son otras tantas reacciones contra algunos de los efectos del modelo económico, político y cultural neoliberal y globalizador que se volvió dominante tras la espectacular caída y desaparición de la Unión Soviética y del socialismo real en 1991. También es una reacción contra ese modelo que da al 1% de los hogares norteamericanos ingresos 40 veces mayores que el 90% de aquéllos con menos recursos (cálculos de Emmanuel Saez y Thomas Piketty, www.thebalance.com, 07/11/18). En la Francia de la fraternidad, libertad e igualdad, hoy los menos favorecidos económicamente protestan porque sus ingresos, después de impuestos, apenas si alcanzan para llegar a fin de cada mes, (The Observer, 24/11/18). En Brasil, con un crecimiento del PIB de apenas el 1% en 2017, “el miedo y las inseguridades de una sociedad corrompida desde sus máximas autoridades [ha provocado] que el malestar no deje ver a un líder nacionalista, racista, homofóbico y misógino”, (Michelle Garnica, https://radiojgm.uchile.cl, 25/10/18).
En el México donde la movilidad social intergeneracional es mínima, (El Colegio de México, Desigualdades en México, 2018, p. 49), también hay, y desde hace mucho, ese enojo (¿desde 1968 o desde 1988?). El malestar de amplias capas sociales con la naturaleza del gobierno y del sistema en su conjunto, puede compararse con los ejemplos mencionados. Sin embargo, en nuestro caso, ese agravio finalmente encontró en la coyuntura de 2018, la manera de canalizarse por la vía electoral.
La insurgencia electoral contemporánea ya había tenido lugar en 1988, pero entonces la derrotó el fraude. En el 2000, el descontento se pudo canalizar a través de una elección exitosa, pero lo que entonces falló fueron Vicente Fox, el PAN y toda la derecha que le acompañó. Ellos buscaron cambiar el estilo de gobernar sin alterar la sustancia del ejercicio del poder. En buena medida, la espectacular derrota electoral en 2018, que funcionó a lo largo de los últimos cien años, se debió a que el hartazgo fue de tal naturaleza que todo el esfuerzo por montar un nuevo fraude, y que se había ensayado con éxito en el Estado de México un año antes, ya no fue capaz de resistir todo el agravio acumulado por los efectos del “neoliberalismo real”, de la corrupción institucional descomunal que se acentuó a partir de las privatizaciones en gran escala, de la Perestroika sin Glásnost del salinismo, más una violencia e impunidad que no desmerecen frente a fenómenos similares en Brasil, de una desigualdad social mayor que la norteamericana y de una reacción frente a los “gasolinazos” que no llegó a la violencia como en Francia sino que esperó hasta llegar a las urnas.
En suma, esta vez, en México, logramos usar un andamiaje institucional bastante deteriorado para canalizar la insatisfacción de una mayoría de una manera más constructiva que incluso algunos países que se ponían como ejemplos a seguir. Ojalá nadie eche a perder esta oportunidad.
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