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Desde su celda de 2.1 X 3.6 metros en la prisión de máxima (in)seguridad en la prisión de ADX Florence, en el condado de Fremont Colorado, Ted Kaczynski, mejor conocido como el Unabomber, invitó a sus vecinos mexicanos de reclusión de por vida: Osiel Cárdenas Guillen y Juan García Ábrego, otrora capos del narco, lo mismo que al espía Robert Hannsen a ver la serie de ocho capítulos que acaba de estrenar Netflix, en asociación con Discovery Channel, sobre la gente que mandó al otro mundo mediante sus bombas (1978-1995); su manifiesto, la investigación de años que le mereció el prepotente, burocrático y mamón FBI y finalmente cómo lo capturaron mediante un operativo en el que cargaron hasta con su cabaña en las montañas de Montana.
Su captura se debió en gran parte a la investigación en “lingüística forense” inventada y echada a andar por el agente del FBI, Jim Fitzgerald (interpretado en la miniserie por Sam Worthington), con la que luego sus prepotentes y arrogantes jefes en el Buró se colgaron las medallas, no dándole crédito. El bombardero Kaczynski (un inspirado Paul Bettany) mató a tres personas con sus cartas paquetes utilizando las bondades del correo estadounidense y la curiosidad de quienes se atrevieron a abrir los paquetes sin saber que los esperaba una explosión. Otras 23 personas resultaron heridas y quedaron mutiladas de por vida.
En la serie donde se ve producción y casi exceso, Fitzgerald, sufre las de Caín, a manos de una burocracia de sus arrogantes jefes del FBI que casi tienen que pedir permiso a sus superiores hasta para ir al baño. Pero el agente que ya sabe de eso, sufre como si fuera Pedro Infante en Un rincón cerca del cielo y casi pide autocomplacencia. Todo el mundo cuestiona sus métodos (que muy pocos entienden). Su esposa le reclama sus obligaciones en su casa y sus superiores en el FBI le cargan la mano, se burlan de él, lo humillan cada vez que pueden porque sí: es medio débil de carácter, apocado y un poco timorato, aparte de ser un obsesivo, solitario e individualista. Justo lo mismo que el Unabomber. De ahí su particular mano a mano.
Hay otras historias casi secretas que salen a la luz, como los siniestros experimentos que practicaron con él en la Universidad de Harvard sobre un supuesto control mental casi patentado por la CIA, mucho antes de debatir tópicos filosóficos entre terrorismo, ética periodística y lingüística forense aplicada, ante el menosprecio diario que le aplican sus jefes institucionales y burocráticos: dos auténticos perros, Don Ackerman (Chris Noth) y Stan Cole (Jeremy Bobb). Uno más: Andy Genelli (Ben Weber), le arrebatara el crédito principal de la investigación anunciándolo en televisión nacional.
Hay un momento en que el barniz de thriller misántropo, antisocial y terrorista por poco se le viene abajo al director Greg Yaitanes (el de Prision Break): cuando en la operación de captura de proporciones casi bíblicas en las montañas de Montana de Kazcynski, cargan hasta con la cabaña que construyó de joven con su hermano (el que, dicho sea de paso, lo acabó delatando al FBI) para llevársela a una especie de Área 51 o Hangar 18 frío y casi inhumano. Una vez ahí, Fitzgerald, desprovisto de rasgos emocionales (como en casi todos los episodios de la miniserie), lo acosará por todos los medios para volverlo loco. Pero se encontrará con un tipo brillante y duro de pelar hasta en las últimas.
¿Que sería del pobretón agente Fitzgerald, enclenque hasta en las relaciones amorosas, sin la personalidad magnética del Unabomber Kaczynski, el héroe trágico de esta historia?