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La noche del 6 de junio, al salir del trabajo, Gabriela decidió ir con un amigo a beber un trago a la Zona Rosa. A las puertas de un antro en la calle de Estocolmo, se les acercaron dos jóvenes. Se presentaron como Adrián y Rodrigo. Nada en ellos movía a la sospecha.
Gabriela recuerda a Adrián como un sujeto bien vestido, y de amables modales, que parecía muy interesado en el compañero de trabajo de ella. Tomaron ahí un par de cervezas. Luego, los recién llegados los invitaron a “seguirla”.
Se dirigieron a la Plaza Garibaldi. Al llegar, Gabriela le envió su ubicación a una amiga. Entraron en uno de esos antros, pidieron caguamas, oyeron en la rocola canciones de Chavela Vargas y Paquita la del Barrio. Bromearon. Contaron anécdotas.
Ese es el último recuerdo de ella.
El siguiente corresponde a las cuatro de la tarde del día siguiente. Gabriela y su amigo despertaron en un auto hotel de la colonia Agrícola. Sin carteras, sin teléfonos, sin tarjetas. A él le faltaba el cinturón y una pequeña maleta. A ella, la chamarra, los aretes, la bolsa y la cartera.
“Desperté con sobresalto. Como resucitar”, me cuenta. “Veía todo borroso, la luz me molestaba. Alcancé a distinguir a mi amigo acostado boca abajo y le grité, una, dos veces, desde la otra cama, hasta que reaccionó”, narra Gabriela. “Estábamos en shock. Ni él no yo sabíamos dónde estábamos, ni cómo habíamos llegado”.
Fue el más horrible despertar que ambos recuerdan.
Salieron del hotel con miedo, con un agujero en el pecho. Tomaron un taxi. Debían desactivar sus tarjetas cuanto antes. “¿Qué pasó en esas horas perdidas?”, se preguntaba ella. Ninguna de las respuestas que se le ocurrieron era esperanzadora.
Las tarjetas de Gabriela no fueron usadas, puesto que requerían de firma electrónica. Con las de él, sin embargo, fueron adquiridas prendas, zapatos y videojuegos.
Conversé con ella un día después de los hechos. Seguía confundida. La noté lejana, distante.
Estuvo así varios días. Mareada, somnolienta, deprimida.
Creía que denunciar solo iba a servir para que un MP la revictimizara. Yo quería escribir sobre el asunto. Me pidió esperar.
Ayer circuló con profusión el tuit de un joven que el viernes pasado asistió con sus amigos al bar Rico, en la colonia Juárez. El joven dice que aquel bar nunca le ha gustado por su falta de ventilación, de extintores, y de salidas de emergencias. “Su aforo se encuentra siempre completamente rebasado”, escribió.
Aceptó visitarlo, sin embargo, porque el sitio es barato y se halla a solo unos cuadras de su casa.
Pagó con su tarjeta tres o cuatro cervezas, y al final uno de esos cocteles llamados Perla Negra.
“Después de ese Perla Negra los recuerdos que tengo son algo vagos”. Un elemento de seguridad del bar le pidió que lo acompañara a la calle, le dijo que allí lo estaban aguardando sus amigos.
El joven se sintió mareado, decidió pedir un Uber. Entonces, la luz se apagó. Eran casi las tres de la mañana.
Despertó tirado en una parada de autobús, cerca del bosque del Aragón. Sin zapatos, sin cartera, sin celular. En su vida había ocho o nueve horas perdidas.
Al igual que Gabriela, le costaba hablar, sentía la lengua adormecida. Al igual que Gabriela, logró que un taxi lo sacara de ahí. Y al igual que ella, pasó las horas siguientes en el limbo. Cito uno de sus tuits de manera textual:
“Me atrevo a contarles esto porque no sé qué pasó conmigo y me aterra pensar lo que pudo haber pasado…”.
El tuit me hizo pensar en Gabriela.
Porque esa noche me dijo: “Las tarjetas se repusieron, voy a comprar otra chamarra, le diré a mi mamá que me regale otros aretes, ¿pero quién me devuelve las horas perdidas? ¿Quién me da la seguridad de que solo fue un robo o que el daño no trascenderá?
Hace unos meses supe de un caso semejante, de noche otra vez, y nuevamente en la ciudad enemiga. En esta ciudad que se volvió nuestra enemiga.