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En México, en muy pocas ocasiones, han existido consecuencias legales para los presupuestívoros. Presidentes, sálvense quienes puedan, secretarios de Estado, alcaldes, ministros y jueces, legisladores federales y locales, la inmensa mayoría que vive a expensas del erario, abandona el poder con los bolsillos, ¿cuales bolsillos?, con cuentas de cheques repletas de dinero mal habido depositado en bancos nacionales y extranjeros, además de ostentar condominios, residencias en las playas, entre otros bienes, las pruebas de una evidente riqueza inexplicable que disfrutan impunemente ante electores y contribuyentes, sin que nadie o muy pocos protesten ante semejante despojo. Todavía voy mas lejos: no sólo no existe una reclamación popular más allá de una queja a la hora del café, acompañada de unas cuantas justificadas maldiciones pronunciadas, desde luego, en voz baja, sino que los autores del peculado, del robo descarado o no, de los ahorros de la nación, son invitados a convivios como si se tratara de ínclitos y perínclitos personajes dignos de homenajes nacionales por su bellaquería. ¿Verdad que no existen las culpas absolutas? ¿Y la sociedad?
Otros sí digo, como dicen los abogados: y las esposas de los funcionarios públicos que también disfrutan el producto de lo robado al pueblo de México, ¿acaso, en lugar de familias, no han formado auténticas pandillas en claro contubernio con sus hijos, unos más descarados que los otros? ¿Cuándo hemos visto o sabido que el hijo de un político escupa a su padre en la cara llamándole ladrón y renunciado al patrimonio podrido? Claro, soy novelista y no puedo dejar de inventar historias…
¿Sanciones jurídicas? ¿Cárcel para los bandidos? ¡No!, la historia ha demostrado que los presupuestívoros no le temen al poder de la ley, misma que ellos promulgaron saturada de rendijas para evadirla, como el caso de Nuevo León, etcétera…, o bien, la controlan a billetazos. Los políticos mexicanos se aprendieron de memoria la sentencia histórica de Álvaro Obregón: A la cárcel solo van los pobres y los pendejos…
¿Sanciones sociales? No, no existen las sanciones sociales porque los ladrones no son rechazados por la comunidad ni apedrean sus coches ni pintan sus residencias con lemas como “aquí vive un bandido”, ni se organizan marchas multitudinarias como las que teníamos que haber visto a lo largo y ancho de los estados de Veracruz, Chihuahua y Puebla, entre otros más, para protestar por los escandalosos desfalcos cometidos en contra del electorado. No se teme a la ley, pero tampoco se teme la respuesta del pueblo. ¿Cuál pueblo?, sí, ¡cuál?, en todo caso un fantasma hasta que deja de serlo, como en 1910… Nada de nada…
¿Sanciones religiosas? No, tampoco se teme a la ira de Dios. El clero católico ha sido incapaz de contener la terrible ola de delincuencia que destruye el tejido social de la nación. Las amenazas del excomunión producen justificadas carcajadas entre los pillos. No les preocupan los castigos de la divinidad en el más allá ni en el más acá, les es igual…
¿Conclusión? No se le teme a la ley ni a la sociedad, ni al castigo de Dios, salvo que a los asesinos de cien mil mexicanos en este sexenio y a quienes desaparecieron a 43 mil personas, les hayan preocupado las consecuencias de haber ejecutado dichos crímenes, como tampoco les importó a los políticos disponer del patrimonio público ni muchos curas de la alta jerarquía católica padecieron insomnio por miedo al Juicio Final, al haber violado a menores de edad. Nadie teme a nada…
Pero al menos, dentro de un contexto de un humor sarcástico, humor negro, que tanto festejamos los mexicanos, propongo que cuando un notable presupuestívoro o alguien de la pandilla familiar, o un sacerdote acusado de pederastia, ingrese a un restaurante o teatro o lugar público, en cualquier parte de la República, los comensales o quienes estemos presentes en el lugar que sea, empecemos a chiflar como cuando el ex presidente López Portillo abandonó el Champs Elysees, un restaurante de la antigua zona rosa de la antigua muy noble y leal ciudad de México, porque la clientela empezó a ladrar a voz en cuello para burlarse en medio de escandalosas carcajadas, de aquella declaración cuando prometió “defender el peso como un perro”, que acabó en otra quiebra de las finanzas públicas.
A partir de hoy, y como diría mi querido hermano Germán Dehesa, los dos lectores de esta columna y quien la suscribe, debemos empezar a practicar diferentes tipos de chiflidos para iniciar un importante proceso de protesta social muy a la mexicana. Usted, querido lector, que pasa la mirada por estas líneas, ¿sabe chiflar como arriero? Aquí va un consejo: introduzca en la boca los dedos medio y anular de cada mano y sople. ¿Ya…? Se quedará sorprendido. Si sólo sabe silbar melodías mozartianas también se vale, lo importante es la protesta, aunque sea a ritmo de rock…
Concluyo con una fantasía: imaginemos a un político o a su esposa o a alguien de su familia, a un legislador, ministro, sacerdote degenerado, alcalde o funcionario público de probada deshonestidad, según los medios de difusión masiva, la escoria que llegue cínicamente a un restaurante como si no tuviera cuentas pendientes con la sociedad y los asistentes nos pusiéramos de pie para empezar a chiflar con todo el poder de nuestro aliento. Ya sé que es una insignificancia, pero por algo tenemos que comenzar y nada mejor que reírnos si las leyes son inútiles para impartir justicia terrenal y la religión es igualmente ineficaz para impartir la divina…
A chiflar y a reír… ¿Va…?