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Mucha gente suele subir una montaña para cerrar el año y dejar atrás tantas cosas que suceden en 365 días. Otros lo hacen los primeros días de enero, para comenzar un ciclo nuevo con un reto, con fuerza, para respirar aires nuevos.
También quienes nos preparamos para un maratón lo hacemos. Sin duda, es la parte más complicada del entrenamiento, por lo menos para mí, que antes de ir allá arriba, en mi cabeza, fui ya mil veces y las padecí. La cima más alta del mundo es la mente.
—Esta vez no quiero sufrir —le dije a Rubén, mi coach, luego de la pausa de dos años por mi espalda—, ahora quiero un entrenamiento terso, no quiero carreras ni tiempos extremos, no quiero montañas o alturas.
—Tú que eres escritor, tendrías que distinguir mejor que nadie las palabras —me respondió con su espontánea sabiduría—. La montaña no es simplemente altura, es elevarse. Y no se trata de sufrir, si no de asumir con sencillez que va a doler, pero que será glorioso.
Sí, me da miedo que llegue el día y no ser capaz de cruzar esa meta que no conseguí ver en 2016, tras abandonar en el kilómetro 18, pero más cierto es que no hay que ir a ningún lugar pensando que vas a sufrir. Eso es ponerse en el papel de víctima y tampoco se trata de sentirse lástima, si acaso de apiadarse y conmoverse de uno mismo en medio de esos esfuerzos sobrehumanos que sacan lágrimas.
—Pruebas de este tipo se asumen con una mentalidad lúdica —concluyó Rubén—, no son asuntos de vida o muerte ni una manda, es una determinación para recrearse (crear o producir de nuevo algo; deleitarse) y una oportunidad para que emerja la fortaleza del espíritu.
Y fui al Iztaccíhuatl, convencido también por mi esposa, compañera de batallas y segunda coach. Si me hubiera anticipado lo duro del ascenso, seguramente no habría ido, pero ya estaba allí y comencé a subir. Apenas en los primeros metros pensé que no resistiría mucho; sin embargo, seguí, y conforme subía se me caían uno a uno los pensamientos, como si me los tirara un viento místico. El camino es tan pesado que no es posible cargar ni con una idea.
Arriba, cerca del final del sendero, me encontré despojado de todo: de preocupaciones, deseos y fantasías, de la comparación y la competencia, de las culpas, los tiempos, de las fechas de pago de las tarjetas y hasta de la voz invisible. En las alturas, donde te elevas, el silencio se apropia de ti, como cuando flotas en el océano y tus oídos bajo el agua sólo perciben la estática de la conciencia, donde yace el significado de las palabras.
“¿Por qué escalar una montaña?”, le preguntaron al famoso escalador George Mallory , el 7 de junio de 1924 .“Porque están ahí”, respondió, se dio la media vuelta rumbo al Everest y desapareció.
@FJKoloffon