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El año 2013 corrí el maratón de la CDMX en 4:24:59 horas. Casi me muero. En 2015, mi esposa me recomendó al mejor coach, Rubén Ordóñez, y terminé en 3:33:03, con una sonrisa.
Aprovecharé estas líneas para escribir de la importancia de los coaches y, también, para rendirle homenaje a mi maestra de la vida (el deporte más extremo de todos), porque pronto va a partir.
Todo mundo tendría que tener un coach. Miren a Al Pacino en Any Given Sunday o a Denzel Washington en Remember the Titans. Ellos ayudaban a que las personas a las que entrenaban sacaran lo mejor de sí.
Con mi maestra me pasa parecido. Basta con escucharla unos minutos para volver a mí, para reencontrar mi mejor versión, la que subsiste en el fondo a pesar de todo. Desde que la conocí, harán 15 años, pensé que mucha más gente debía saber de ella, pero jamás imaginé que sería a través de un diario de circulación nacional. Así de extraña es —de repente— la existencia, y es justo algo que ella nos explicaba: hablaba de los misterios, de los milagros, de la magia.
Llegué aquella vez a su pequeño salón, invitado por mi madre, y me tendí en el suelo sobre un colchón delgado junto a otras personas. Entonces se acercó, me cubrió con una manta, me dio la bienvenida y me dijo: “No es una casualidad que hoy estés aquí”. Enseguida me sumergí en la música: olas suaves, grabaciones de cascadas, sonidos de chicharras y aves, arpas, chelos, viento, campanas. Encima su voz, haciéndonos imaginar que viajábamos a través de esos ríos sonoros en barcas seguras que nos llevaban al otro lado de las cosas, donde la perspectiva es más clara, a muelles firmes, a puertos de paz. Volaba por el cielo, daba saltos en las estrellas en sus clases de musicoterapia.
Si un día encuentran un coach así, que les haga creer que pueden bajar sus tiempos, subir a un podio, que cuando salgan de sus entrenamientos se sientan capaces de ganar, de levantarse y de volver a intentarlo, no lo suelten.
“Teníamos que conocernos, ya nos conocíamos”, me dijo en secreto, en cuclillas, al final de mi primera sesión, mientras yo permanecía acostado sin salir aún del trance. Y prosiguió: “Brsbujufuhatu, abrntn, trtshubresauiat”. No entendí qué me dijo, pero lo sabía.
Un coach dirige, orienta y acompaña para que nosotros encontremos nuestra vibración única, porque somos un instrumento y poseemos un sonido exclusivo. Somos música y vivimos para descubrir la armonía, para sintonizar con nosotros mismos y hacer sincronía con la orquesta del universo.
Mi maestra me enseñó a hablar de la vida, a conversar de lo trascendente, a establecer la sagrada comunicación. Pero también me enseñó a hablar de la muerte y a despedirme. Por eso le hago un tributo en vida en esta columna de los coaches.
Lupita: gracias, buen viaje, brsbujufuhatu, abrntn, trtshubresauiat.
Dicen que cuando el alumno está preparado, aparece el maestro.