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Desde que comenzaron los domingos de Ciclotón en la Ciudad de México , jamás me había parado por ahí. Apenas el último domingo de marzo que me tocaba la última salida larga de preparación para mi maratón, por fin fui.
Ya me lo habían recomendado si quería hacer distancia, y luego de recorrer de pe a pa Ciudad Universitaria , Viveros, La Pila y El Ocotal , me pareció una buena alternativa. Arranqué 6:30 a.m. desde Francisco Sosa, en Coyoacán, tomé Minerva en la colonia Florida, Insurgentes, Mixcoac y llegué a Patriotismo . A esa hora hay poquísima gente y casi ningún coche, así que, simplemente por lo insólito, resulta una maravilla avanzar a buen ritmo y en absoluto silencio por la que de lunes a sábado se torna en una de las más ruidosas y transitadas vías.
Me puse unos tenis Newton para probarlos —muy recomendables, por cierto— y llevaba un cinturón de hidratación con dos botellas pequeñas con Gatorade .
A 4:50 minutos por kilómetro crucé por la Condesa hasta dar con la Diana. Corrí por Paseo de la Reforma embelesado. Ver nuestra avenida más emblemática llena de ciclistas, corredores, voluntarios y gente de todos tamaños y colores, deja un buen sabor.
Sobre Avenida Juárez , afuera del Hilton de la Alameda , turistas japoneses, norteamericanos y un par de ingleses que descubrí por el acento, se unieron al pelotón de mexicanos también con zapatos de correr y shorts. En la explanada del Palacio de Bellas Artes, otros extranjeros —pero de pantalón largo y con cámara fotográfica al cuello— contemplaban absortos el contraste del mármol blanco con el limpísimo azul de aquel día del cielo.
Se les notaba el asombro, como cuando conoces un sitio nuevo y reconoces lo bello al mismo tiempo que se te abre el mundo. Si yo sentí especial de observarlo por primera vez al correr, imagino perfectamente la sensación de quienes nunca antes habían estado ahí.
El pavimento suave y brillante del corredor peatonal de Madero, entre dorado y amarillento cuando el sol le pega fuerte, me hizo aumentar la velocidad y me llevó a pensar que la vida, en efecto, no es caminar por una alfombra roja, sino seguir el camino amarillo. Llegué al Zócalo, le di la vuelta y emprendí el regreso ya casi sin líquido y con mucha sed.
No traía un peso y ya frente a las oficinas de American Express de Patriotismo le pedí a un señor que vendía jugo de naranja si me daba solo un trago (a crédito) en una de mis botellitas. Me respondió, con razón, que él se había levantado a vender, no a regalar.
En El Charco de las Ranas de Mixcoac tuve más suerte y un mesero me las rellenó con agua de jamaica. Treinta kilómetros marcó mi reloj cuando llegue a casa. Sentí que fue más.
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