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Esta es la primera vez que escribo y me publican una columna acerca de correr, o de running, como dirían los pirrurris de Andrés Manuelovich. Pensé, por ello, que estaría bien escribir acerca de la primera vez que corrí.
Tenía 12 años y la escuela donde estaba por terminar sexto de primaria, de cuyo nombre no quiero acordarme, organizó una especie de juegos interescolares con los colegios hermanos y de la zona; la justa juvenil tuvo lugar en la Universidad Anáhuac.
A mí me gustaba jugar futbol, pero aquella ocasión no formé parte del equipo, no recuerdo por qué. Había también basket, volleyball y otras disciplinas, pero la única opción que llamó mi atención fue la carrera de tres kilómetros con que cerraría el evento. Años atrás, en 1984, siendo un niño, cuando vi ganar por televisión a Ernesto Canto y a Raúl González en la marcha de 20 y 50 kilómetros, respectivamente, en los Olímpicos de Los Ángeles, inmediatamente surgió en mí un encanto por la marcha, pero sobre todo por la entrega y el esfuerzo de quienes compiten paso a paso hasta el último aliento.
Fue, también, la primera vez que vi levantar tan alto los brazos a un mexicano. Bueno, a dos.
Me gustó tanto aquello que incluso jugaba a ser marchista y me la pasaba imaginando que marchaba contra quien avanzara a mi lado y, claro, siempre les ganaba. Aquella carrera de tres kilómetros de la escuela me pareció la alternativa más cercana para llevar a la realidad mi fantasía.
Nunca antes me había calzado unos tenis para correr, sólo para jugar; no tenía idea de técnicas, estrategias, ni de principios básicos o de la lógica de un corredor: minutos antes del disparo de salida, el Chango, mi mejor amigo, y yo, nos pedimos unos hot-dogs con queso extra y nos acabamos hasta la última migaja, junto con una coca-cola. En el kilómetro dos, él se paró a vomitar. Yo seguí como pude, ya no podía, pero seguí.
Con las piernas dormidas, la mirada nublada y las náuseas a punto de traicionarme, me di cuenta que iba entre los primeros lugares. Quería subir a ese podio al que habían subido Canto y González, y levantar los brazos como ellos. Así que seguí, rebasé a un par de corredores y crucé la meta casi desmayándome. Cuando recuperé la noción me avisaron que era el tercero.
El Chango siguió corriendo, llegó cinco minutos después, más o menos, y volvió a vomitar. Pero siguió corriendo y unos 15 años después terminó el maratón de Madrid cerca de la barrera de las tres horas: 3:05:40.
Necesitamos más héroes como él y como los atletas nacionales de Los Ángeles 1984, que me emocionaron de por vida con apenas ocho años, necesitamos que los marchistas y los corredores mexicanos sigan y sigan, para que a más niños les den ganas de levantar los brazos muy alto un buen día.
@FJKoloffon
Tenía 12 años y la escuela donde estaba por terminar sexto de primaria, de cuyo nombre no quiero acordarme, organizó una especie de juegos interescolares con los colegios hermanos y de la zona; la justa juvenil tuvo lugar en la Universidad Anáhuac.
A mí me gustaba jugar futbol, pero aquella ocasión no formé parte del equipo, no recuerdo por qué. Había también basket, volleyball y otras disciplinas, pero la única opción que llamó mi atención fue la carrera de tres kilómetros con que cerraría el evento. Años atrás, en 1984, siendo un niño, cuando vi ganar por televisión a Ernesto Canto y a Raúl González en la marcha de 20 y 50 kilómetros, respectivamente, en los Olímpicos de Los Ángeles, inmediatamente surgió en mí un encanto por la marcha, pero sobre todo por la entrega y el esfuerzo de quienes compiten paso a paso hasta el último aliento.
Fue, también, la primera vez que vi levantar tan alto los brazos a un mexicano. Bueno, a dos.
Me gustó tanto aquello que incluso jugaba a ser marchista y me la pasaba imaginando que marchaba contra quien avanzara a mi lado y, claro, siempre les ganaba. Aquella carrera de tres kilómetros de la escuela me pareció la alternativa más cercana para llevar a la realidad mi fantasía.
Nunca antes me había calzado unos tenis para correr, sólo para jugar; no tenía idea de técnicas, estrategias, ni de principios básicos o de la lógica de un corredor: minutos antes del disparo de salida, el Chango, mi mejor amigo, y yo, nos pedimos unos hot-dogs con queso extra y nos acabamos hasta la última migaja, junto con una coca-cola. En el kilómetro dos, él se paró a vomitar. Yo seguí como pude, ya no podía, pero seguí.
Con las piernas dormidas, la mirada nublada y las náuseas a punto de traicionarme, me di cuenta que iba entre los primeros lugares. Quería subir a ese podio al que habían subido Canto y González, y levantar los brazos como ellos. Así que seguí, rebasé a un par de corredores y crucé la meta casi desmayándome. Cuando recuperé la noción me avisaron que era el tercero.
El Chango siguió corriendo, llegó cinco minutos después, más o menos, y volvió a vomitar. Pero siguió corriendo y unos 15 años después terminó el maratón de Madrid cerca de la barrera de las tres horas: 3:05:40.
Necesitamos más héroes como él y como los atletas nacionales de Los Ángeles 1984, que me emocionaron de por vida con apenas ocho años, necesitamos que los marchistas y los corredores mexicanos sigan y sigan, para que a más niños les den ganas de levantar los brazos muy alto un buen día.
@FJKoloffon
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