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He aquí algunos recuerdos de lugares donde emprendí lecturas memorables de Juan José Arreola: salas de espera de hospitales, parques públicos —a veces solo, a veces acompañado—, el patio de la Preparatoria de Coapa, los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras en el año 1968. También escuché hablar a Arreola, uno de los espectáculos más fascinantes a los que me fue dado asistir en mi adolescencia y juventud. He oído historias de todos colores acerca de su conducta estrambótica o de su conducta sublime. He declamado pasajes de La feria en el Centro Histórico al lado de Orso Arreola, sobre todo esa maravilla de estampa que comienza en plena Barranca de Toistona. He tenido siempre en mi corazón la joya de su estilo y alguna vez su voz, siempre tan maravillosamente modulada, transmitida por la línea telefónica en una larga conversación, la única que sostuvimos por ese medio.
Hace un par de años vi de nuevo la hermosa película de Marcel Carné Les Enfants du Paradis, título intraducible o que por lo menos merece una explicación: “paradis” en esa frase no significa “paraíso”, sino lo que solemos llamar “la gayola” o “el gallinero” de los teatros, es decir: la parte alta de los lugares baratos, ocupados por el público más entusiasta y exigente, público popular.
Los niños o hijos del paraíso son el público del teatro y la película de Carné es un homenaje a esa pasión que Arreola tuvo toda la vida y que animó la fundación de Poesía en Voz Alta en 1956. En el texto que abre la edición del Confabulario en la Colección Popular del FCE (1966), Arreola hizo una evocación de su paso por las tablas francesas: fue, dice, “esclavo desnudo en las galeras de Antonio y Cleopatra, bajo las órdenes de Jean Louis Barrault y a los pies de Marie Bell”. Es precisamente Barrault el centro visual y dramático de la película de Carné; pero hay algo más: el increíble parecido del escritor mexicano y el actor francés. Cuando veo Les Enfants du Paradis siento que estoy haciéndole, muy a mi manera, un homenaje a Arreola. Antes de que concluya 2018, procuraré ver la película una vez más.
Juan José Arreola era un personaje, lo cual tiene su lado malo: nos hace olvidar el hecho de que fue un escritor de primera magnitud. No deberíamos permitirnos esa distracción; por eso estas líneas tienen aquellas tres palabras allá arriba: “leer a Arreola”. No hacerlo es una pérdida muy grande; y hacerlo es perfectamente posible: está al alcance de cualquiera que de veras se lo proponga.
Solamente lo vi un puñado de ocasiones; apenas hablé con él, pero aun así debo decir que me inspira un enorme afecto y lo recuerdo con cariño. De mi admiración por su genio, por sus páginas, no digo ya nada.
Hace casi 60 años comencé a leer a Juan José Arreola. No pienso dejar de hacerlo; aun si me propusiera semejante absurdo, no podría: ya forma parte de mí medularmente, confundido con mi sangre y con mi memoria.