El poeta norteamericano Richard Wilbur (1921-2017) murió el pasado sábado 14 de octubre a la edad bíblica de 96 años. Tengo en mi estudio, nunca demasiado lejos, un libro que contiene sus new and collected poems, libro editado en 1989 por Harcourt. Lo leo, lo releo y lo consulto a menudo porque para mí la poesía de Wilbur es una lección permanente de sabiduría poética. Desde luego, debo explicar aquí lo que quiero decir con esas dos palabras: “sabiduría poética”.
Hay una diferencia entre el poeta encarnado, el poeta doctus y el poeta sabio. El primero es una especie de fuerza de la naturaleza, fiado con fortuna a los privilegios de la ciencia infusa. El segundo se ha quemado las pestañas recorriendo vastos volúmenes y combinando lo que allí ha encontrado con el soplo de las Musas. El tercero ha hecho una negociación perfecta entre el diccionario y el sueño: de ahí proviene su sabiduría. Sin duda, de esta última estirpe era Richard Wilbur.
Sabía mucho y se le notaba, con la condición de que uno supiera dónde buscar. Un ejemplo: nadie en lengua inglesa ha compuesto, desde Shelley, tercetos encadenados como los de Wilbur. Alguna vez traté de traducir, con metro y rima, uno de esos poemas wilburianos en terza rima y confieso que fracasé, no estrepitosamente sino en silencio y lleno de admiración. A ver si un día de éstos, antes de que me asalte la eternidad, puedo concluir decorosamente ese esforzado traslado.
La muerte de este poeta me ha dolido de veras, y no porque tuviera con él una relación directa o porque hubiera conversado siquiera medio minuto en algún encuentro fortuito o buscado. No: nunca lo vi en persona y sin embargo lo sentía continuamente cerca de mí. Era por su magisterio, por su talento y por la indudable generosidad que anima a los artistas genuinos en el momento de darnos, sin pedir nada a cambio, el fruto de sus vigilias. En este caso, Richard Wilbur compuso sin signo alguno de fatiga creativa, durante varias décadas, brillantes y hermosos poemas.
Uno de los comentarios críticos que más me llamó la atención sobre Richard Wilbur consistía en una puesta en duda acerca de su grandeza poética, con el argumento especioso de que era un conocedor y practicante tan consumado de las formas clásicas que por eso mismo no podía ser grande. Una cosa excluía necesariamente la otra, según eso: si dominabas las formas tan bien como Wilbur, no podías ser un gran poeta; si eras un gran poeta, no serías capaz de dominar las formas como él, o como ese otro gran formalista, W. H. Auden, a quien difícilmente habrá quien le niegue grandeza entre los lectores mínimamente informados. Pero hubo quien le regateara la grandeza a Richard Wilbur. El argumento se caía: resultaba una tontería.
Muy lejos de esas mezquindades de literatos, a mí me interesó enormemente la poesía de Richard Wilbur, desde el momento mismo en que la descubrí, hace ya varios años.