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(Lo que sigue debe leerse en
relación con esto: Antonio Machado, Juan de Mairena; primera página.)
Agamenón recorrió el horizonte marino con mirada de tigre y sintió a sus espaldas la pulsación agreste del ejército griego. Veía las naves, el mar color de vino. Pensaba nostálgico en la casa solariega a donde iría después de la guerra a zurcir sus ropajes como lo hicieron, según las hagiografías, los héroes de la profunda antigüedad. Suspiró ante la inmensidad de las aguas y las enormidades del tiempo. Se sentía virtuoso, valiente, honesto; conocía bien la fidelidad de los soldados y la lealtad de los capitanes. Pero la renuncia de Aquiles, el colérico pelida, a combatir, había hundido a sus guerreros en una impaciencia peligrosa y él estaba molesto, distraído; hacía todo lo posible por conservar un gesto de buen humor. Una sonrisa pícara, socarrona, le matizaba el rostro requemado por el sol de tantas campañas.
De su meditación lo sacó la cercanía inquieta del humilde porquero encargado de los establos aqueos y, por lo tanto, de la comida. En voz muy baja, le hizo a Agamenón una pregunta que éste no comprendió: “Dímelo otra vez, pero aprisa, que no tengo tu tiempo.” El porquero repitió lo dicho: algo sobre las raciones que disminuían de modo alarmante. Con un gesto desdeñoso, el rey intentó despedir al porquero, un hombrecillo mal vestido que nunca vería reconocidos sus mínimos servicios en la retaguardia. “No te creo. Los dioses me han dicho otra cosa; lo que dices es falso”, sentenció Agamenón. En ese momento sonó la voz del anciano Néstor, mentor de los atridas y sabio sin tacha:
—La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.
Agamenón volteó hacia Néstor y le dijo: “Conforme. Estoy de acuerdo.” El porquero bajó la mirada y murmuró: “No me convence. No estoy de acuerdo”, y de inmediato, aterrorizado, se arrepintió de haber abierto la boca.
El rey miró desde su altura y su fuerza al porquero diminuto. “No tengas miedo. Anímate. Me gusta discutir, me encantan los debates.” El porquero pensó en la muchedumbre de los ejércitos y las naves, en cómo los dioses favorecen siempre a los poderosos, en la voluntad misteriosa que le daba al rey su autoridad formidable. Titubeó y habló de nuevo, en un susurro, de las raciones menguantes.
El jefe miró a Néstor de reojo y se volvió al porquero pero no dijo nada. Se alejó rumbo a su tienda. Sabía que él, hombre predestinado, era dueño de la razón; ya se había olvidado del asunto. Siempre estaba en lo cierto. Tenía la verdad en un puño.
El pequeño porquero miró al noble Néstor. ¿Discutiría con el rey? ¿Sería posible debatir con un ser semidivino? Trató de imaginarse la verdad, esa deidad esquiva, y se quedó callado.
Muchos años después el porquero murió, satisfecho por no haber estado de acuerdo con Agamenón aquel día memorable. Fue el orgullo de su vida entera pero de nada le sirvió en su entierro de pobre.