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A los diputados nos corresponde, aprobar o rechazar el Plan Nacional de Desarrollo. En principio, este documento debe trazar las rutas de cumplimiento de los fines del proyecto nacional. Como es sabido, la presente administración presentó no uno, sino dos planes de desarrollo: uno eminente declarativo, que se limita a repetir promesas a manera de compilación de baladas románticas y otro, un poco más serio, que sin embargo adolece de importantes fallas metodológicas y conceptuales.
A juzgar por los escuetos párrafos dedicados a la educación en el Plan Nacional de Desarrollo no puedo sino coincidir con el profesor Manuel Gil Antón cuando afirma que el gobierno de la llamada “cuarta transformación” no tiene un proyecto educativo a la altura de sus inflamadas pretensiones de trascendencia histórica. No hay en esos párrafos una noción, siquiera vaga, de los fines que debe perseguir la educación en el siglo XXI, de quiénes son los mexicanos que debemos aspirar a formar, de cuáles son las competencias que es necesario desarrollar en nuestros niños y jóvenes para asegurarles un futuro de prosperidad y plenitud.
De las dos cuartillas que se destinan en el apartado “derecho a la educación”, la mitad se trata de reproches y descalificaciones a administraciones anteriores. Lo único que atina a esbozar como meta educativa es que se dignifiquen los espacios educativos y que los jóvenes no se queden sin oportunidad de cursar la educación superior por falta de recursos, lo cual es desde luego encomiable, pero insuficiente. En la visión de país prevalece una visión economicista de la educación: “la nación contará con una fuerza laboral mejor capacitada y con un mayor grado de especialización”, y no una visión humanista e integral que valore a la educación por sí misma, como correspondería a un auténtico gobierno progresista.
Sorprenden dos omisiones particularmente sensibles: no se especifican políticas y programas para hacer realidad la tan cacareada equidad educativa, supuesto diferenciador de la actual administración; tampoco hay referencia alguna a la importancia de la educación inicial, que la reforma constitucional aprobada recientemente convirtió en obligatoria, lo cual representa un reto mayúsculo considerando que la cobertura actual es menor al 8%.
Incluso en la parte “seria” del Plan Nacional de Desarrollo –el documento desarrollado por la Secretaría de Hacienda e incluido como anexo– prevalece una visión de la educación centrada en el acceso, pues se toma como principal indicador la eficiencia terminal de cada nivel educativo. Pareciera que lo único que interesa es cuántas niñas, niños y jóvenes pasan por la escuela y no la relevancia ni la pertinencia de lo que ahí aprenden. Este es un paradigma del siglo pasado que ya habíamos logrado superar para centrarnos en la calidad de los aprendizajes.
En suma, no hay nada en el Plan Nacional de Desarrollo que nos permita suponer que el gobierno le otorga a la educación el lugar prioritario que merece. Resulta materialmente imposible analizar y evaluar con seriedad un documento de planeación con semejante cúmulo de deficiencias. En cumplimiento de nuestra responsabilidad legal, a los diputados nos correspondería rechazar este documento, en función de que no contempla los fines del proyecto nacional en materia educativa contenidos en la Constitución. Tampoco precisa los objetivos, estrategias y recursos necesarios para cumplir con dichos fines. Mucho menos se especifican los instrumentos y responsables de su ejecución. No sirve para nada, pues.
Diputada Federal. Secretaria de la Comisión de Educación.
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