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Desde que leí el texto con pseudónimo de Arquitectura del fracaso (Tierra Adentro, 2017), de Georgina Cebey (Ciudad de México, 1982), en mi papel de jurado del Premio de Ensayo Joven José Vasconcelos, que ella ganó, me sorprendió gratamente la geometría del libro. Era obra, sin duda, de alguien iluminado por alguna de las lámparas (John Ruskin contó siete) de la arquitectura. El ensayo tiene mucho de paseo, obligatorio a la manera de Walter Benjamin, y Cebey comparte su presentimiento de que la modernidad, en este caso, la de la Ciudad de México, es, casi por definición, un monumento en ruinas. Son ocho los lugares visitados en la Arquitectura del fracaso y a diferencia de ella, los mencionaré en orden cronológico.
Comencemos con el Monumento a la Revolución, esa pata de elefante que iba a ser el palacio legislativo del Porfiriato. Bajo la primera piedra, el general Díaz dejó una cápsula del tiempo robada una vez que en 1933, a iniciativa del arquitecto Carlos Obregón Santacilia, el nuevo régimen decidió continuarlo con otro propósito aunque la escasez o la avaricia del gobierno obligó a que fuera el partido oficial el sufragante de la obra, nos cuenta Cebey. El horrible mamotreto (en mi opinión y en la de algunos cineastas nacionales y extranjeros que lo han utilizado como locación para películas de horror o dramas sentimentales), no tuvo uso ni beneficio hasta que a partir de 1942 se convirtió en necrópolis para algunos de los héroes de la Revolución Mexicana. Carranza fue a dar con sus huesos allí en 1942, seguido por Madero en 1960, Calles en 1969, Cárdenas en 1970 y Villa, en 1976. El politeísmo de la Revolución Mexicana no fue tan lejos como para inhumar allí mismo a Zapata, asesinado por los carrancistas ni al general Obregón, quien cazó a don Venustiano, en una partida en la que se rumorea participó un jovencísimo Cárdenas.
La Torre Latinoamericana, en su día el edificio más alto de América Latina, fue diseñada con premeditación antisísmica y ha sobrevivido con dignidad pobretona al fin del Desarrollo Estabilizador del cual fue símbolo, en su calidad de “llavero de 182 metros”, según leemos en Arquitectura del fracaso, donde se nos recuerda su inauguración en 1956, cuando todavía faltaban muchos años para lo que hoy es el Eje Central (como Cebey lo nombra) perdiera su antiguo nombre, nada más y nada menos, de San Juan de Letrán.
En 1958 se inauguró Insurgentes 300, lúgubre desde que tengo memoria, famoso por los crímenes cometidos en el inmueble y llamativo por el anuncio luminoso MÉXICO CALZA CANADÁ. Recuerdo que mi familia, la cual vivió durante más de una década en una cerrada que iba a dar a la Avenida de los Insurgentes, descubrió que mi hermano Daniel había aprendido a leer cuando descifró esas brillantes letras en un atardecer de los años setenta de aquel siglo. Y allí sigue esa ruina sin fecha de demolición en el calendario, destino al que escapó uno de los monumentos ausentes en Arquitectura del fracaso, el Hotel de México, deshabitado durante décadas y muestra, según dijo algún marxista vernáculo, del carácter inconcluso de nuestro desarrollo capitalista, necesitado de su culminación socialista.
Verdadero eje de mi vida de escolapio y después de burócrata, fue el metro Insurgentes, “ruina circular” según Cebey, el cual pasó de ser prueba de modernismo mesoamericanizante, inaugurado por Díaz Ordaz en 1969, a puerta del infierno, cuando en los años ochenta la Zona Rosa –el Greewich Village de mi infancia– se pauperizó criminalmente y sin remedio. El metro entero de la Ciudad de México, con sus estaciones indicadas con símbolos pensando en el usuario analfabeta, fue diseñado para demostrarnos que nuestras pretensiones de modernidad suelen –otra extraña historia– remitirnos a los intestinos del Mictlán, preocupación empática con el ideario de Juan Villoro, citado en Arquitectura del fracaso.
De otros monumentos fracasados se ocupa la ensayista, como el Memorial militar a las Víctimas de la Violencia, muestra de la falta de empatía entre el gobierno y la ciudadanía frente a la guerra narca aún en curso, donde sólo se ve pasar a los militares custodios. Dudo que haya, en su género, cenotafio menos concurrido. Le faltó a Cebey decir algo de la Estela de la Luz o quizá su silencio sea una declaración de principios: es el monumento más desangelado de la patria. La nueva cineteca de Xoco y el destino rulfiano de la vivienda popular en la Ciudad de México y sus alrededores, son otros de los lugares visitados por Cebey.
A la literatura mexicana le hacen falta ensayistas como Georgina Cebey. La formación académica se nota, pero sólo como la punta del iceberg, la prosa es sutil y penetrante, la mirada inteligente y severa sin abandonar nunca la curiosidad del paseante ni su necesaria impertinencia. No ha sido sino con la edad en que he aprendido a amar mi ciudad natal, “fea pero simpática” según la definió no recuerdo quién. Es una apasionante e inagotable ruina moderna, según comprobamos en Arquitectura del fracaso. Sobre rocas, escombros y otras derrotas espaciales.