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El viernes 17 de marzo de 1916, el oficial Guillaume Apollinaire se encontraba en su trinchera leyendo las páginas literarias del Mercure de France, pues la Gran Guerra le había dado mayor vigor a sus apetencias poéticas, cuando un obús alemán lo hirió gravemente en el cráneo. Tres días antes había recibido la anhelada noticia de su naturalización como francés, que limpiaba al poeta-soldado, de origen ruso, de las humillaciones sufridas como meteco cuando fue implicado, junto con Pablo Picasso, en el robo de La Gioconda, en 1911.
No sólo eso. Evacuado del frente y trepanado en dos ocasiones, Apollinaire no sufrió merma en su capacidad intelectual. Fue socorrido con el ensangrentado Mercure de France en la mano y todavía tuvo tiempo de anotar en su agenda lo recién sufrido, informando de los hechos a su futura esposa, Jacqueline, la cual compartió con Lou y Madelaine, sus “madrinas de guerra”, la más nutrida y original de las correspondencias poéticas que soldado alguno haya enviado desde el frente en ninguna otra guerra.
Más aún, nos recuerda el crítico André Billy, su camarada, cuando Apollinaire estaba siendo herido en la cabeza, ya circulaban en París ejemplares de El poeta asesinado, cuya ilustración de portada, obra de Leonetto Cappiello, mostraba a un hombre a caballo con una herida sangrante en la cabeza. Así que es improbable concebir a personaje más singular: fundador del arte moderno con Picasso y André Derain, André Salmon, Blaise Cendrars (su rival) y Marcel Duchamp, el cubista Apollinaire, emergiendo de los bajos fondos de la bohemia artística y política, radical en todo, también lo será, en 1914, como patriota. Pero a diferencia de Rudyard Kipling y Gabriele D’Annunzio, el patriotismo de Apollinaire no es estridente ni cursi ni provoca declaraciones al estilo de la de Maurice Barrès al morir Charles Péguy, el primer poeta francés en caer en la contienda: “No es una muerte, es una simiente”, etcétera, etcétera…
El refinado Apollinaire, amante del arte negro, se adapta como equilibrista a la estricta disciplina militar y hace de la más horrenda de las guerras hasta entonces conocida por la humanidad, un juguete cómico, el cual, poema tras poema, carta tras carta, vuelve indiscernible a la vanguardia de lo bélico, civilización y barbarie. Verdadera fuerza de la naturaleza, Apollinaire no se inmuta, ajeno a la moral de los militaristas y a la de los pacifistas, más cercano a la impertinencia de un François Villon que a los poetas ingleses denunciando la carnicería. Simpatizante de los futuristas italianos, romano él mismo por nacimiento, en Apollinaire, empero, se ausenta la demagógica apología de la guerra.
Desde la trinchera se valió del esténsil para imprimir y hacer circular periódicos literarios, recogiendo las canciones que los soldados, en los primeros días del conflicto, tienen aún el valor de componer. Su caserna era un taller literario que recibía hasta 42 colaboraciones diarias. Un original de uno de aquellos envíos de Apollinaire se acaba de vender, subastado, en 380 mil euros.
Fue él mismo, dijo Marcel Raymond, esa Francia barroca tan fácil de ocultar. Siendo Apollinaire (1880-1918), dijo Billy, el post simbolista que inventa la palabra “surrealismo” (el joven André Breton se contará entre sus devotos), reúne todas las virtudes del barroquismo: el odio a la preceptiva neoclásica, el amor por la sorpresa, la alegría del escándalo, la metáfora insospechada en cuanto oculta, la imagen que se finge erudita y la barbarie tierna agregaría yo.
A Lou, su amante cuando comienza la guerra, le escribe poemas que dicen: “Dos obuses/ rosa estallido./ Como senos que se desciñen/ Tienden sus puntas insolentes:/ ‘Supo amar’, ¡menudo epitafio!/ Allí en la espesura un poeta/ Observa con indiferencia/ Ese revólver con seguro / Las rosas que mueren silentes.” O aquel otro donde presagia: “Se aguarda el momento de lograr la victoria/ Se espera el amor/ Se espera la gloria/ Y se cogen lilas/ Últimas lilas que semejan besos cansados/ Se esperan besos más dulces que una luna/ Y caen las flores vernales una a una/ El cojón asado del japonés relleno/ De cagadas de mosca” (traducción de Martha Pino Moreno). Leer a este súper poeta, sea en Alcoholes (1913) o en Caligramas (1918), a menudo hace parecer anticuados a los vanguardistas, falsos o verdaderos, quienes hijos de su estro, vinieron después.
Hijo ilegítimo de madame Kostrowicka, noble polaca venida a menos, cuya mala fama hoy la presentaría tan sólo como una mujer emancipada, Apollinaire —“Wilhelm” de niño— practica todos los oficios literarios hasta convertirse, en diversas maneras y estilos, en escritor. Deviene en pornógrafo y anarquista, resguardado tras pseudónimos proliferantes. Si su amigo Alfred Jarry escandalizó en la Bella Época con Ubu-rey, Apollinaire vivirá la guerra como Obús-rey, según nos recuerda Laurence Campa, uno de sus biógrafos. Para él, la poesía es una forma de la artillería y sólo cuando los alemanes ciegan a miles y miles de soldados franceses con los gases venenosos, siente pavor. “Es el Apocalipsis de Juan”, dice un poeta que se precia de vivir, en calidad de Belcebú, en los tiempos del Concilio de Nicea.
Borges, sabedor de que en la poesía de Apollinaire se alternan el presente y lo remoto, se inclinó ante él: “Fue la ‘cosa alada y sagrada’ del diálogo platónico; fue un hombre de sentimientos elementales y, por lo mismo, eternos; fue, cuando vacilaron los fundamentos de la tierra y del cielo, el poeta del antiguo coraje y del antiguo honor”.
Apollinaire fue la robusta juventud del siglo. Su fuerza, la del hombre de la cabeza vendada, fue dibujada y esculpida por André Rouveyre, Duchamp, Picasso, Jean Cocteau, Giorgio de Chirico. Salido en gloria y majestad del hospital mientras Francia ganaba la Gran Guerra, esa fuerza le faltó al poeta trepanado y murió, víctima de la influenza inglesa, el 9 de noviembre de 1918, dos días antes del Armisticio.