¿Quiere, lector gentil, ver en muchísimo menos de un segundo algo que parece un truco de magia pero que en realidad es algo infinitamente más grande como la creación de un mito?
Bien.
Es sencillo.
Usted leyó el título de esta columna, sin apellidos, sin ninguna otra referencia, y le aseguro que su cerebro le mandó inmediatamente todo un archivo de imágenes de la protagonista de la cinta Roma: Yalitza Aparicio.
Eso es la generación de un mito. Y si al menos una persona en el mundo supiera cómo lograrlo, se haría millonario.
La fortuna para usted y para aquí su escribidor de cabecera es que tenemos el privilegio de verlo nacer.
En cualquier ámbito contemporáneo, los mitos aparecen de vez en vez: en la literatura, por no ir más lejos, hay autores que se hicieron famosos por una obra de juventud. El libro aquel se mitificó junto con su autor y eso le trajo fama y fortuna como para mantener a cuatro generaciones seguidas de familiares con todas las comodidades imaginables. Y el autor siguió con lo suyo, libro tras libro, pero el mito, su mito, ya no necesitaba más combustible. En el mundo de la música hay compositores que quizá pensaban dedicar toda su vida a hacer una pieza tras otra, pero que hace mucho lograron una canción perfecta, recordable, que significaba lo que todo un país o un continente sentía, y son en efecto recordados, mitificados, por esa sola canción que tuvieron la fortuna inexplicable de componer. Y luego llenan álbumes de excelentes trabajos, pero lo hacen por disciplina, y qué bueno que así sea, pero el mito ya estaba ahí como su ángel de la guarda desde aquel acierto inicial.
Yalitza Aparicio, y mejor se lo digo desde ahora con distancia suficiente respecto de la entrega del Oscar, ya es una actriz mitológica.
¿Sabe usted cómo le hicieron todos los que la rodean para crear ese prodigio que es ella en el personaje de Cleo, un mito y que perdurará años y años? ¿Seguro que no lo sabe? No se preocupe: ellos tampoco.
Es verdad que se puede “posicionar” a una actriz o un actor o hasta a un grupo de ellos echando mano de todas las triquiñuelas de la publicidad que va a nuestra conciencia y a nuestro subconsciente. Se puede llenar de carteles una ciudad con la imagen a promover, pagar campañas costosísimas en medios electrónicos y desde luego hacerlas también, con una fuerte inversión económica, en las redes sociales. El resultado, querido lector, es sólo un producto que está calculado para que rinda, en el mejor de los casos, un 200% de todo lo invertido, que ya es mucha plata, y que da sólo para eso: hacer un negocio redondo, y se acabó el cuento.
Pero hay una medida que no falla nunca para saber cuando una persona dedicada a las bellas artes, como es el caso de la joven Aparicio en la actuación —así sea la primera vez ante un público— es ese perfume tóxico que corroe a quien lo produce pero que se puede percibir a kilómetros: la envidia. La pinche envidia, llamémosla por su nombre con su respectiva y mexicanísima calificación lingüística. Vamos, que Roma no tuvo un estreno formal. Se ha visto en sistemas privados, en una sala de cine pequeñita por aquí y otra por allá, en una que otra exhibición gratuita y multitudinaria, y párele de contar. Por eso, porque no era un negocio cinematográfico de los que se usan en el paisito, no hubo campañas brutales de publicidad que explicarían la posición que hoy ocupa la cinta y sobre todo la creación del mito de Yalitza Aparicio, si es que pudiera explicarse algo así.
Pero apareció, a veces disimulada, a veces con una falta de madre inexcusable, la envidia. Y, mire, no es sólo que cientos y cientos de personas dedicadas a las artes escénicas —que tienen en su casa una muñequita de Yalitza clavada con alfileres—, le envidien saludar a estrellas de la cinematografía mundial o el precio de los vestidos que la invitan a portar tal y como se usa en la industria más poderosa del cine que es la estadounidense. No es eso, porque quizá sea pasajero —que no lo será, jojojó—, sino porque la envidia abarca lo mismo el consciente que el subconsciente de las personas que la padecen, y se dan cuenta que Yalitza Aparicio va a dominar la escena al menos por los próximos 40 años y que no lo hará como su personaje Cleo, sino como el mito en que su aparición en la cinta Roma la convirtió sin que ella ni su director lo buscaran porque eso se busca, pero no se encuentra nunca, sino que se da.
Si lo suyo profesionalmente no era la actuación, ya lo es: y contará con los mejores maestros, con losb mejores compañeros y desde luego con el arropamiento de todos los mexicanos —muchos más de los que imaginamos— que laboran en esa industria en Estados Unidos. La joven Aparicio nació para actuar, y basta verla: ella deja de ser la docente en una escuela para volverse el personaje perfectamente verosímil en la pantalla.
Yalitza Aparicio, pase lo que pase con el Oscar y con otros reconocimientos, trate de mantenerse lejos del veneno de la envidia —que puede dañar— con el simple recurso de no engancharse a ninguna provocación, y sobre todo, cuando regrese a México —entre más lejos en el tiempo, mejor— no oiga el canto de las sirenas de político alguno.
Usted, a lo suyo, joven Yalitza. Usted, digo, señora Aparicio.
@cesarguemes