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Antes de escribir sobre él, es preciso lavarse las manos y darle un trapazo al teclado.
Ha sido el más grande, el más complejo en su aparente simplicidad, el más variado y exacto prosista mexicano que vieran estas tierras durante toda la segunda parte del siglo XX.
Nadie como él para los diálogos reconstruidos a partir de notas o de la sola memoria, para las imágenes –poesía de gran factura–, las descripciones de quien nació con un microscopio láser en la mirada, la tenacidad para dominar el lenguaje y la estructura sin por ello renunciar a una vida de peripecias.
Nadie como Ricardo Garibay, de escritura perfecta.
Y nadie tan olvidado escasamente a 18 años de su fallecimiento y, según la fuente, a 95 de que naciera.
Que era arrogante, sí; ¿soberbio?, también; ¿altivo?, como el que más. Era el rey, el amo, y así lo manifestó primero con su obra –piense usted en poco más de medio centenar de títulos– y luego con sus diversas actitudes de soberano. ¿Le parece mamón el ciertamente hábil Zlatan Ibrahimovic? ¿Cree usted que es insufrible el cazagoles en que se ha convertido Cristiano Rolando? Sólo piense esto: Ricardo Garibay los hubiera mandado con un par de gritos a los dos por unos cigarros y ambos habrían ido corriendo a la tienda de la esquina con las orejas gachas y la cola entre las piernas. Así de pasado de yemas era Garibay: eso fue lo que hizo con los contemporáneos de su oficio que buscaron ningunearlo por la brutal envidia de sus logros literarios, y así les respondió, con una prosa cristalina y con unos desplantes que nunca le perdonaron pese a que él no hizo sino defender lo único que tenía: una libreta y una pluma.
Pero cuidado, que don Ricardo fue siempre un caballero con el lector, no sólo por cuidar hasta el extremo el producto de su trabajo, sino porque cuando uno de ellos se acercó a él a solicitarle la firma de un libro o saludarle, se tomaba todo el tiempo y la cortesía para atender al solicitante.
Mire, no le voy a pedir ni siquiera que lo busque en Internet porque mucho de ese material no fue digitalizado o lo borraron de los servidores. Tan sólo permítame llevarlo a su casa en Cuernavaca, en la que despachaba como el rey desde su trono, frente a un escritorio portentoso flanqueado por libros en orden estricto, cuaderno de notas al punto y una serie de plumas que eran su único tesoro y a la vez sus herramientas de trabajo.
Larga entrevista, con respuestas ágiles, dichas con un tono de voz de alguien a punto de que lo superen sus demonios internos, de que la ira se le convirtiera en rayos destructores y fulminara con la mirada 10 o 12 hectáreas alrededor.
Y de pronto, con una entonación beatífica, oírlo decir:
—En ese pequeño refrigerador allá al fondo, encontrará usted varias cajetillas de Lucky Strike. ¿Me alcanza una? También hay unas latas de refresco, tome lo que guste –él pudo ir por su propio paso hasta el minibar, pero habría tenido que sortear todo el escritorio por la banda larga, pasar por detrás de una gran butaca, hacer a un lado varias sillas y, en fin, que al escribidor aquello le quedaba a tres pasos. Y en esa solicitud, en ese cambio en la inflexión de la voz no estaba Garibay el colérico, el irascible, el endemoniado ni el rabioso ser que durante una hora había sido en la entrevista, la primera de muchas, por fortuna.
Como el trabajo periodístico estaba prácticamente cumplido, y poniendo a salvo con discreción las grabadoras y el block de apuntes de cualquier reportero, el escribidor tomó la decisión temeraria de buscarle las cosquillas al tigre de Bengala. Garibay había encendido ya un cigarro, con deleite, y se acodó sobre el escritorio de forma que la amplia camisola que usaba para andar por casa rozó el canto del mueble. Y entonces, sobrevino lo que pudo ser una catástrofe.
—A veces, maestro, pienso que esa idea del ogro que le vende al mundo es puro cuento –al decirlo, el escribidor arriesgó el dedo índice de la mano izquierda pinchando como si desinflara la camisola igual que un globo.
Durante muy largos segundos se despertó la bestia milenaria: se agazapó como hacen los grandes felinos para el ataque, las pupilas se le contrajeron, apoyó las manos como garras sobre el escritorio, llenó de aire la caja torácica, apretó las mandíbulas hasta casi hacerse daño él mismo. Y justo cuando debía atacar, dar el zarpazo fatal, devorar a dentelladas al bellaco, joven pero bellaco escribidor que estaba congelado pese a los 38 grados a la sombra, apareció el verdadero rey: una risilla nerviosa primero y luego una carcajada propia de un caimán del Amazonas se apoderaron del hombre, que se relajó de un golpe.
—No puedo mostrarme de otra forma. Este medio es de tiburones y hay que ser el más feroz o se lo comen de un bocado.
—Entonces es un personaje.
—Que no desvelará sino hasta mucho después de que haya muerto.
Ricardo Garibay, el rey, cuyo trono ha de permanecer vacío por más ferias y días internacionales del libro que haya. No un rey en el exilio, sino un rey en el olvido, por obra y gracia de la envidia, la más cobarde enfermedad de los miserables sin talento.
@cesarguemes