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Supongo que íbamos como a la altura de Nayarit —a juzgar por la velocidad de la nave y por el tiempo que nos había permitido llegar hasta el punto— cuando el avión entró en una de las naturales y esperadas turbulencias vespertinas que obligaba a todos los pasajeros a sostener el vaso de su bebida con una mano y a taparlo con la otra para no hacer de aquello un cochinero.
Bueno, no a todos.
A mi lado —en realidad la línea debería decir yo a su lado porque el hombre merece un respeto como periodista de primera línea de fuego y, se dice facilito, es el mejor escritor en lengua castellana de las más recientes décadas—, un varón muy delgado y de vestimenta impecable, luchaba a golpes con su laptop, en la que no había dejado de escribir desde que despegáramos. El ordenador portátil se elevaba de la mesilla retráctil unos buenos 15 centímetros a cada bote de la turbulencia. Y el prosista no cejaba en mantener quieto al artefacto y continuar escribiendo.
Entonces inició lo sabroso: entramos en una zona de tormenta que ríete de Noé y sus animalitos. Las luces del jet se apagaron como en las travesías nocturnas, desaparecieron las sobrecargos que fueron a situarse a sus asientos de emergencia, a dos metros de nosotros. El ruido era ya muy considerable y aumentaba al ritmo de los relámpagos. Una de las auxiliares de vuelo le hacía enjundiosas señas al novelista para que cerrara su máquina y la guardara de una puta vez. Y lo vi sonreír y gritar un “gracias, buena idea”, antes de sacarse el cinto del pantalón y fijar el portátil a la mesilla. Sólo que abierto. Y siguió escribiendo durante la media hora que se sacudió feliz aquella lavadora y aún escribía cuando se oyó el sonido del tren de aterrizaje para descender sobre la Ciudad de México.
—Terminé el capítulo, por fin —comentó, muy satisfecho consigo mismo—, ¿qué tal el vuelo?
Así era, así es y así será Arturo Pérez-Reverte, un reportero y escritor de cepa al que literal y literariamente nada lo detiene cuando se pone la meta de “rematar” un texto, según su propia expresión.
—Lloviznó un poco —le respondí, en broma, pero el tipo reviró en serio mientras consultaba su reloj.
—Sí, ¿verdad? Estamos a tiempo para la cena con la gente de la editorial. Qué hambre. Podría comerme media vaca. Espero que entiendan bien lo que quiere decir “término azul”.
El caso, pues, es que escribe siempre, aunque no se note, aunque no lo diga o aunque lo niegue. Ahora, por ejemplo, saca por sorpresa el volumen Una historia de España —de cuya presentación ante la prensa se dio cuenta en estas páginas el miércoles de la semana pasada—, con rigor histórico y dosis equivalentes de extraordinario buen humor y redomada mala leche, del cual nadie supo que estaba en proceso pese a que semana a semana, justamente en la publicación de título XL Semanal fue dejando caer dentro de su sección Patente de Corso capítulo a capítulo durante largos años.
El libro, amparado por un epígrafe proveniente de su afamado Capitán Alatriste —“Desde siempre, ser lúcido y español aparejó gran amargura y poca esperanza”— se divide en siete partes que pedagógicamente llevan de la mano al lector: Tierra de conejos; Roma nos roba; Rosa, rosae. Hablando latín; Roma se va al carajo; El puñal del godo; Y nos molieron a palos; y Un niño pijo de Oriente.
Se suma, pues, a la muy amplia lista de títulos que si bien leídos aquí por su servidor son ya tantos y ocupan tanto espacio en la biblioteca personal que vaya y los cuente su abuela, o mejor: la abuelita de Batman.
Desde Latinoamérica, Una historia de España es clarificadora de por qué los españoles son como son pero, aquí la trascendencia de acudir a sus páginas de este lado del Atlántico: por qué los latinoamericanos no podemos negar ni un ápice de la mitad de nuestra sangre y nuestro ADN.
Respecto de ellos, de los españoles primeros y de su carácter, dice, en un párrafo que se volverá célebre: “Los celtas, por su parte, eran rubios, ligeramente más bestias y a menudo más pobres, cosa que resolvían haciendo incursiones en las tierras del sur, más que nada para estrechar lazos con las iberas; que aunque menos exuberantes que las rubias de arriba, tenían su puntito meridional y su morbo cañí (véase Dama de Elche). Los iberos, claro, solían tomarlo a mal, y a menudo devolvían la visita. Así que cuando no estaban descuartizándose en su propia casa, iberos y celtas se la liaban parda unos a otros, sin complejos ni complejas. Facilitaba mucho el método una espada genuinamente aborigen llamada falcata: prodigio de herramienta forjada en hierro (véase Diodoro de Sicilia, que la califica de magnífica), que cortaba como hoja de afeitar y que, cual era de esperar en manos adecuadas, deparó a iberos, celtas y resto de la peña apasionantes terapias de grupo y bonitos experimentos colectivos de cirugía en vivo y en directo.”
Por fortuna, nunca conocí al Pérez-Reverte famoso, ni distante ni elevado a los altares. Tengo sólo un libro dedicado por él, a mansalva, porque jamás le pediría un autógrafo a un escritor. Pero lo respeto tanto como al que más si bien el tipo no sólo es de cuidado, sino que para seguir con las referencias musicales es quien es y no se parece a nadie.
@cesarguemes