Es preciso decir, por principio, que Masterchef es una franquicia, que tiene presencia en 40 países y que está ya muy cerca de cumplir tres décadas desde que fue creado como programa de televisión en el Reino Unido. Es lo que conocemos como un reality, ciertamente coordinado por profesionales del área, pero en el cual los participantes son aficionados o, cuando más, estudiantes de gastronomía. Y, desde luego, hay un ganador que se lleva a su casa no sólo el prestigio de todas las horas que estuvo a cuadro —que valdrán siempre mucho— y un premio en efectivo.

Mediáticamente es un negocio, tal cual: las emisiones están repletas de cortes comerciales para promover tal o cual marca de alimentos y es usual que todos los ingredientes que se emplean al cocinar también funcionen como promoción directa.

Sólo que quien gana aquí no es sólo una televisora —a una empresa de cualquiera de los 40 países donde se produce lo mismo le da obtener ganancias de una telenovela de amor y malevaje—. La plata fluye, pues. En cualquiera de las emisiones de Masterchef que ve usted, lector comelón y quizá cocinero, el que gana es el que a la mañana siguiente con el presupuesto que sea es capaz de aventarse unos espaguetis enriquecidos con verdurencias varias y, si hay con qué, desde luego alguna proteína cárnica, en vez de gastarse 10 veces más dinero en comida chatarra.

Que sí, que parte de los ganadores son los participantes, por la exposición en el medio y por la recompensa económica que lo espera al final, generalmente dedicada a montar un restaurante. Pero aquí gana el televidente que le pierde el miedo a algo tan humano, tan de todos los días como es cocinar. No entremos en las exigencias propias del concurso que por naturaleza serán altas —y requieren no sólo de conocer centenas de ingredientes posibles sino de lograr un punto de cocción, una salsa, un acompañamiento y por supuesto que un emplatado digno de servirse en un restaurante—, sino, en ocasiones, y esto sucede lo mismo en el Reino Unido que en España o en Colombia, en saber cocinar un huevo estrellado a la perfección. Parece fácil, ¿verdad? Pero puedo decirle que de 10 veces que intente hacer algo de mediana dificultad, como un risotto de betabel, el primero no se lo va a comer ni su perro, el segundo sí, y los otros ocho ya serán muy pasables. Un huevo estrellado perfecto, sin embargo, puede llevarle cuatro docenas y un psiquiatra.

Entonces, los participantes —así los vea usted diligentes y ordenados o fachosos y más alocados que el Demonio de Tasmania— sí saben. Les falta, claro, pero la cantidad enorme de aspirantes a participar en cada país es casi inmanejable y la selección —el casting— implica acudir casi estado por estado con un equipo de cocineros de profesión que evalúan a los candidatos. De modo que cuando ve en la pantalla a un concursante, de verdad que está ante lo mejor que existe en el país y, se entiende, que haya buscado participar.

Como hay tiempo a cuadro y un premio gordo de por medio, quizá las primeras dos emisiones de cada temporada todos sean amistosos y se apoyen y se brinden consejos de buena fe. Pero en cuanto se van los primeros, a razón de uno por programa, el resto le ve las orejas al lobo y empieza a llevar agua a su molino. Eso provoca dos fenómenos esperables y que por supuesto también resultan en beneficio del televidente: uno de ellos es que los platos comienzan a ser más arriesgados, complejos y propositivos; y otro es que como todo buen reality con recompensa, comienzan a volar puñaladas entre comentario y comentario, se vierte veneno invisible en los “buenos consejos” de alguien que recomienda hacer una reducción de una salsa que por error tiene exceso de sal, con lo que el resultado es repugnante por decir lo menos. Y el que la hace, la paga.

Sabemos que la comida mexicana, entendida como comida tradicional, fue declarada desde el año 2010 como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, el área de la ONU encargada de la educación, la ciencia y la cultura. Y en Masterchef queda claro que se busca defender la cocina nacional. Por eso, por ejemplo, no verá usted que se trabaje con salmón, porque es una especie que no vive en aguas nacionales, y en cambio se ponga a prueba a los participantes con productos marinos que sí se consiguen en el país y en variedades que resultan asequibles al bolsillo.

De los jueces es necesario señalar que tan sólo con los que participan en España —Pepe Rodríguez Rey y Jordi Cruz—, en Colombia —Paco Roncero, Jorge Rausch y Christopher Carpentier— y en México —Betty Vázquez, Benito Molina y Adrián Herrera—, tiene ante sus ojos a ocho monstruos que entre sí suman más premios, escuelas, reconocimientos, estrellas Michelin y restaurantes de primerísima línea de los que es dable enumerar. Son, de verdad, lo mejor de cada casa.

Le aseguro, lector querido, que con ver tres o cuatro programas de cualquiera de los países mencionados en menos de lo que cree no sólo hará una paella en toda regla, sino que saltará a la fideuá con aplomo. Y que pronto, muy pronto, cuando sirva a la mesa un par de huevos perfectos, se llevará los aplausos que, si lo piensa, no es poco decir.

@cesarguemes

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