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En México, la japonesa Marie Kondo —autora de títulos de autosuperación como La magia del orden y La felicidad después del orden—, se convertiría instantáneamente en la reina luego de que lanzara al mundo la idea de que el individuo ha de vivir, cuando mucho, con 30 libros.
En nuestro país sin lectores —y ahora sin gasolina por el garrafal e imperdonable descuido de reducir la importación en un 30%, con lo cual se paraliza ahí nomás que la tercera parte de la nación—, en donde el promedio de lectura es de un optimista libro y medio al año, insisto, la mujer sería adorada.
Lo es. Maldita sea. Lo es.
Para mitigar un poco el golpe, digamos que lo es no por lo de vivir la existencia con sólo 30 pinchurrientos libritos, en cuyo espacio no cabe la obra, por ejemplo, de Don Francisco de Quevedo, sin la cual, ya lo dijo nuestro poeta, “la vida no vale nada”.
La joven señora Kondo, propiamente, es una especie de decoradora de interiores, lo cual ya implica sus severos bemoles porque el espacio propio y el acomodo del mismo lo determina la voluntad, las necesidades y la intransferible personalidad de cada uno de nosotros. Pero bueno, concedamos que Kondo empezó con algo más modesto aunque luego ya se volviera una burla para quien la sigue: sugerir que el espacio vital, y de paso el laboral en cierta medida, estuvieran ordenados y con el menor número posible de objetos. O sea, con casi nada.
El orden es preciso para la actividad, cierto, sólo que no el orden que se desprende del Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) sino el que permite contar con los elementos necesarios para la vida cotidiana en un arreglo tal que no resulte complejo ubicarlos. Otro tanto sucede en el trabajo: si usted se dedica a la reparación de problemas caseros, se presenta con sus caja de herramientas tan completa como consiga a fin de que el tiempo le rinda frutos y sus clientes se vean satisfechos. Igual pasa si trabaja 10 o 12 horas al día frente a su escritorio: todo lo que va a necesitar ha de tenerlo al alcance de la mano y se entiende que en una disposición muy bien conocida que a su vez es producto de la cotidianidad.
Hasta ahí, los casos por los que comenzó a hacerse célebre la autora eran hasta cierto punto plausibles: poner orden en una recámara, en un baño, en una sala o en la cocina. Digamos, también, que hay que ser un tanto bisoño para no saber dónde van los objetos con los cuales no sólo convivimos sino vivimos y todavía contratar a alguien que nos señale su sitio. Pero aceptemos que para todo hay gente.
El problema ya real es ahora que Marie Kondo llegó a la plataforma de Netflix —poderosa donde las haya y si no pregúntele al buen Alfonso Cuarón—, con lo cual sus ideas pasan del público que la leía, al que sencillamente enciende la pantalla: la cantidad de audiencia se multiplica en un instante por millones de receptores. Y es justo ahora cuando salió con el asunto de no sobrepasar los 30 libros para la vida, porque, según la vendedora de humo, si no acudes a ellos con frecuencia o si ya los leíste, no tiene ningún sentido conservarlos. Tan sólo piense, querido lector, que los libros fueran personas —vamos, un título que usted aprecie en efecto representa lo mejor de una persona y en ese sentido es la persona, el autor—: si ya te serviste de tal o cual sujeto, bórralo de tu vida, elimínalo… Por donde lo vea, es un camino muy peligroso que coquetea claramente con pensamientos totalitarios.
El “pensamiento” de Kondo —si ha vendido hasta ahora 5 millones de ejemplares y le parecen muchos, pensemos en alguien como Stephen King para dimensionar lo que sí es un gigante de la escritura— y aquí ya el asunto rebasa al TOC, es una bizarra mezcla de algo denominado “filosofía oriental” —como si milenios de sabiduría de aquel lado del mundo pudieran condensarse en un cubito para consomé—, esa cosa tan antiestética y buena para lo que se le unta al queso que es el feng shui y, aquí aparece el peine, de coaching (esto de enseñarle a la gente a vivir y sacar potenciales y demás yerbas) en la variante “inspiracional”. O sea, viene siendo un oriental Pollo a la Púas: pone en una jarra un litro de ron, uno de refresco de cola, uno de agua mineral, le agrega en vez de pollo la “filosofía oriental”, el feng shui y el coaching inspiracional, mezcla todo muy bien, pasa el resultado por un colador que detenga todo lo que no sirve, y disfruta con sus amigos de un preparado refrescante que no es más que una chispeante y siempre grata Cuba libre.
Amigo y caótico lector: si el orden no proviene de su necesidad de laborar, vivir, crear, entonces forzarlo no arregla nada: es como recibir un severo balonazo entre ceja, oreja y media madre durante la cascarita semanal, y en vez de desinflamar el músculo y tonificar la circulación, tapa todo aquello con una capa de maquillaje para payasos: además del ridículo estaría atentando contra su salud y su inteligencia.
La biblioteca de cada quien, sea de 300 o de 30 mil volúmenes, es el resultado de sus pasos —nunca perdidos, maestro Carpentier— por el presente y otros mundos. Y, si me permite decírselo, el campeón Rubén Olivares, ahí donde lo ve, tiene muchos más de los 30 libros que “permite” la ilustre miss Kondo.
@cesarguemes