Doña Jesusa debe considerarlo una especie de Anticristo.

Y lo es.

Vamos, lo es si nos atenemos a las ocurrencias de la hoy formal política y antes mujer de la farándula —si lo pensamos un poco, en ambos mundos se hace reír y se cobra por ello, de modo que de cierta forma es congruente consigo misma, como lo han sido otros personajes del ámbito que aprovecharon su alcance mediático para obtener puestos de elección popular— con éxito entre la clase media progre que tal vez acudió durante largos años —la comicidad política es de los mejores negocios en México, en todos los sentidos— a sentir que aquello era una forma de “protesta” contra el “sistema opresor” mientras corría por ejemplo el alcohol y después de unas horas ya a todos les valía queso de hebra el cambio social y demás fraseología hueca.

Vale dejar en claro que no hay relación conocida entre la doñita y el señorón de la comedia y de la gastronomía que es Lalo Villar, pero que es imposible decir que a cada taco de carnitas pateamos el pesebre de nuestra raíz autóctona cuando existe un trabajo de campo, documentado por fortuna en video y a disposición del público, amplísimo, respetuoso y ordenado sobre el maridaje entre el maíz y los derivados de la carne de cerdo como el que va dejando constancia a su paso Villar con su reconocido serial La ruta de la garnacha.

Dentro de la amplia oferta que existe de programas gastronómicos, una buena parte la ocupan los certámenes de cocina y, de manera reciente, en formato electrónico (quizá con la maravillosa salvedad de la pionera en México del rubro, la señora Chepina Peralta que en sus inicios hacía estrictamente magia con su “cocina radiofónica”) los tutoriales para lograr paso a paso, en ocasiones en tiempo real, la confección de platos que van de lo más sencillo —aunque usted no lo crea hay quien no sabe hacer un par de huevos revueltos o un guacamole— a lo ultrabarroco que implica tiempo y una gama de ingredientes que han de irse recopilando poco a poco.

Pero hay otros programas que suman lo mejor de todos esos mundos —lo mejor es sólo un decir porque el que sabe cocinar sabe comer— y son los dedicados a la degustación. Y todavía dentro de este apartado hay una subdivisión más: aquellos que sólo juzgan sin explicar nada si algo les pareció bueno o no, y los que ofrecen razones gustativas —frescura, suavidad, crocancia, aroma, mezclas atrevidas, tiempo de preparación y espera más otro medio centenar de aspectos— y que además preguntan con inteligencia al responsable de la cocina —por igual mujeres y varones— cómo se realiza el prodigio que pone a la venta en los platos.

Quizá usted, lector conocedor y glotón, haya tenido la mala fortuna de ver, así sea de pasadita, insertos en programas nacionales donde aparece algún sujeto desaliñado, con un pésimo manejo del idioma y sin ninguna idea de lo que el periodismo es, llegar con su cámara a sitios a los que debería entrar de rodillas pero que a cambio para empezar tutea hasta a la abuelita cocinera que está elaborando unos tacos armados y cuyas preguntas son: “¿Y tú qué o qué, qué es eso que vendes?, ¿Y qué, a poco la gente sí te compra?, ¿Y quién hace los guisados o qué, son de perro o de rata o qué?, ¿Y las salsas a poco las haces tú, a poco te gusta que pique?”

Cambiarle es una opción, y seguro lo ha hecho de inmediato si se ha topado con semejante espécimen. Otras opciones no son tan deportivas y ya no estarían apegadas a derecho, pero de que se las gana, se las gana a pulso.

Lalo Villar en La ruta de la garnacha es todo lo contrario. Por lo general, así el tema de la grabación sea algo tan común en el mexicano domicilio como los tacos de carnitas, viene precedido de un contexto: el tipo de carne, el tamaño y consistencia de la tortilla, la variante del preparado porque no sólo cambia por región del país sino que varía de sitio en sitio aun en la misma calle, la relación precio/calidad, la historia del lugar, la aceptación del comensal en directo, taco en mano, más el trabajo que se toma Villar —sí que es un trabajo aunque parezca pura gozadera— de encontrar la forma de traducir el sabor en palabras y confeccionar un discurso informativo, periodístico y al mismo tiempo propio de un sibarita.

Ya con la variopinta cantidad de tacos que ha hecho probar a su público —en Youtube andará por el millón de suscriptores—, Lalo Villar merecería una estatua y su nombre en la calle donde la efigie se encuentre, pero también le ha dado la vuelta a un número muy alto de lugares en donde las reinas son las gorditas de rellenos diversos, las tostadas, las tortas, los hotdogs, los esquites, la pancita, las enchiladas, los sopes gigantes, la birria, desde luego pescados y mariscos, y por supuesto las quesadillas, desde las del diario hasta esas llamadas machetes que son de antología.

Y antes de cerrar esta recomendación periodística y gastronómica, déjeme aclararle la vista a los “puristas del castellano” quienes afirman que las quesadillas sólo son las de queso. No, señores, aquí las quesadillas son de lo que se oferten y las mentadas son de madre.

Si bien no te conozco en persona, Lalo Villar, permíteme que te considere mi líder y guía moral: a tu sabiduría garnachera encomiendo mi espíritu.

@cesarguemes

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